“Mi fuego no tiene un
velo que lo oculte a quien busca su resplandor en la noche, antes bien, lo
atizo.”
Hátim at-Tai
Cuenta una leyenda que cierta vez, sentándose Ziyad, como
solía, en el borde de la cisterna, plañía al amparo de su piel de cabra el sinsimiyya [1] que él apenas
podía oír. Desde el fondo del pozo, una luna hechizada de azahares le dijo entonces
que la noche ya está encima del desierto, que era tiempo de que Lubna hubiese
regresado a la tienda para reavivar los rescoldos y servir el vino.
-- ¿Qué haces
aquí, padre, cantando a solas tan tristemente? – musitó ella, atraída por los
pensamientos del anciano y envuelta sólo por las hélices translúcidas del
viento.
Tampoco a Lubna necesitaba oírla: recordaba la pregunta y
reconocía su mano en el hombro.
-- ¿De dónde
llegas, Lubna mía?
-- A Halab [2]
subí en busca de… - y una ráfaga se llevó el resto mientras ella recogía el
balde lleno hasta arriba.
-- ¿De Halab vienes…? Sabes lo que yo y
quienes encendieron mis venas sentimos por esas ciudadelas que se encumbran en
almenas de piedra. ¿Has hablado allá arriba con alguien…?
-- He traído sésamo para sacar aceite y
algo de almizcle para ti…
Y antes de que se apaciguara la azulada locura del fuego,
Ziyad y su hija Lubna se habían dormido en la carpa de oscuro pelo de camello.
Otra versión de la leyenda cuenta que la cándida luna
surcaba el ojo de la cisterna cuando Ziyad dejó de tocar su sinsimiyya. Un extraño remolino se había
llevado las huellas de Lubna de regreso al oasis. Pero su ajorca de plata asomaba por la
abertura de la casa de adobe (así se dice que era, y no una tienda) prendida a
la garganta de su pie. “¿Qué haces allá,
padre – oyó susurrar al viento-, ...
el arpa ha cantado demasiadas canciones tristes; corta sus cuerdas para que no
viertan más lágrimas … [3]?” Y la sombra retorcida de su
bastón resbaló sobre la arena igual que un áspid, y todos dormían en el
campamento. Y el viejo pastor miró hacia atrás y una antigua palmera que no
recordaba se inclinaba encima del pozo en cuyo borde había quedado el balde cargado
de agua fresca.
Pero ningún papiro tan fidedigno, en lo que hace a esta
historia, como el hallado entre los escombros que en Basora multiplicaron los
bombardeos finales. Ahí se lee en kurdo que fue en algún otro de sus largos
insomnios junto al pozo cuando el sordo Ziyad, de ensortijada barba blanca,
acalló su instrumento que lloraba en vano y se asomó a la cisterna para mirar
con sus propios ojos. Porque pocas cosas podía ya ver además de la luna llena.
Entonces un extraño remolino resplandeciente lo encandiló desde el fondo. Era,
según se añade al manuscrito una glosa en árabe, la espiral misteriosa de las
Pléyades, navegando en secreto. El anciano pastor se apoyó en su báculo
arqueando hacia abajo su giba a fin de constatar en el cielo el vórtice engañoso.
Cientos de estrellas apenas recordadas, seguramente muertas miles de años atrás,
escamoteaban su luz en lo alto. Sin embargo, la luna no estaba. Obcecado como
sus propios callos, volvió a preguntarle por ella al aljibe. Un tenue pero
tenaz hilo rojo cruzaba el turbulento espejo circular del pozo. “¿Lubna…? – sonó en el viento- ¿Dónde estás, hija mía? Es tu padre que te
llama…”. De la silenciosa palmera que había olvidado a su lado se
desprendió un pájaro que el horizonte erizó en una bandada más allá de una
tortuosa columna de humo negro. Con el balde vacío en una mano y sus partes
desnudas sin saberlo, Ziyad se encaminó a su tienda.
GUSTAVO
ARITTO
©2009
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[1]
El sinsimiyya, una lira de cinco
cuerdas muy frecuentada por los beduinos del desierto en Medio Oriente. Los
temas de su música y su poesía suelen reflejar sus actividades cotidianas. Hay
canciones para el abrevado de los animales; otras para alejar a los espíritus
malignos del desierto que son cantadas por los guías de las caravanas, y otras
para salir a pescar. Llamadas comúnmente yamania,
se cree que tienen un poder extraordinario y están relacionadas con la práctica
del exorcismo.
[2]
Nombre originario de la moderna ciudad siria de Alepo; su étimo remonta a halib (“leche”, en árabe), en memoria de
Abraham, quien, según la tradición, ordeñó su vaca en el centro de lo que
transformó en ciudadela, sede de la famosa “Mezquita de Abraham”.
[3] Cfr. “El vino
del olvido”, de Hafiz (Muhammad Shamsuddín; Shiraz, actual Irán,
1320-1389).
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