“El día se extingue, para todas las cosas llega ahora el atardecer, incluso para las cosas mejores; ¡oíd y ved, hombres superiores, qué demonio es, ya hombre, ya mujer, este espíritu de la melancolía vespertina!
Así habló el viejo mago, miró sagazmente a su alrededor y luego
cogió su arpa.
‘… Cuando el aire va perdiendo luminosidad,
cuando ya la hoz de la luna
entre rojos purpúreos.
Hostil al día,
a cada paso secretamente
segando inclinadas praderas de rosas,
hasta que éstas caen,
se hunden pálidas hacia la noche…
Así caí yo mismo en otro tiempo
desde la demencia de mis verdades,
desde mis anhelos del día,
cansado del día, enfermo de luz,
me hundí hacia abajo,
hacia la noche, hacia la sombra,
por una sola verdad
Abrasado y sediento.
¿Te acuerdas aún, te
acuerdas, ardiente corazón,
de cómo entonces sentías sed?
Sea yo desterrado
de toda verdad,
¡Sólo necio!
¡Sólo poeta!’…”
F. Nietzsche, Canto de la melancolía,
Así hablaba Zarathustra, IV
Razones de la sinrazón
de un mundo desencantado:
Tres testimonios de la perplejidad
"(post)moderna"
de un mundo desencantado:
Tres testimonios de la perplejidad
"(post)moderna"
[I]
“Un
mundo vacío”
Por Juan Piazze
(Valparaíso, Chile)
“La principal causa de la
melancolía es dada al corroborar la carencia de sentido. Carencia de sentido
que puede leerse al sentirse habitando en la intemperie recubierta por la
pesadez de la desesperanza. Esta falta, habría tenido lugar en el momento en
que el hombre empieza a crear o inventarse un mundo. Mundo en el que se
encontrarían desplegadas no sólo las bases de la condición humana, sino también
las condiciones de posibilidad de su discurso: esto implica la imposición de
leyes a la naturaleza, su opresión y sometimiento. La historia, afirma
Benjamin, es la historia de los oprimidos, por lo tanto, el primer esclavo que
fenece ante el tribunal de la razón -que marca los pasos del progreso- es la
propia naturaleza. Con esta operación el hombre quedaría en una total
intemperie, pues perdería los lazos que lo mantendrían en contacto con su
origen natural. Es una operación que representa la condición de naufrago en
medio de ruinas que forzosamente se imponen como la realidad. Zaratustra canta:
el desierto crece. Y crece cada vez más a medida que el hombre inserto en el
torbellino del tiempo se aleja de su origen natural, poniendo las bases de la
vida en la retroalimentación del desierto. El destino del hombre se ubica en la
lejanía, el sí mismo es una lejanía: "cada cual es para sí mismo el más
lejano" afirma Nietzsche.
El luteranismo, por su parte,
hace eco del vacío en la desvalorización de las acciones humanas y su profundo
rechazo a la vida cotidiana, así esta última se vuelve insípida:
"Las acciones del hombre
fueron privadas de todo valor. Algo nuevo surgió: un mundo vacío" .
Las acciones del hombre
empiezan a ser prototipos a seguir, carentes de una impronta propia, de impulso
creador. Su tiempo es el tiempo circular, una repetición de lo mismo. Por lo
tanto estas acciones se vuelven rutinarias, siendo afectadas por el desgaste,
su huella es el desgaste. Estas acciones son tramadas por pequeños
acontecimientos invisibles que tornan invisible a su agente, de ahí que en el
interior de un hogar burgués, constituido por lo rutinario, no pueda habitar
más que un cadáver. Asimismo, ese interior, impone una serie de costumbres,
habitar aquellos aposentos afelpados no es más que seguir una huella fundada
por la costumbre. Tanto la realidad que lo rodea, como los objetos -muebles-
que conforman su hogar no requieren de interpretación sino se dan ya por
interpretados, ellos no encierran enigmas ni lejanías. Por lo que no pretende una
demanda de sentido. Nietzsche exige a la arquitectura la necesidad de generar
espacios silenciosos y amplios, apartados del ruido mundanal, donde se pueda
reflexionar: "construcciones e instalaciones que en su conjunto expresen
la distinción de la meditación y del caminar apartado". Que sean estos
lugares un espacio de reconocimiento, donde el habitante se pueda reconocer en
ellos: "Queremos traducirnos a nosotros en piedra y planta, queremos
pasearnos por nosotros, cuando caminemos por esos salones y esos
jardines". Lugares que ya no alberguen cadáveres sino donde habite la
vida, donde la vida pueda ejercerse con toda la fuerza creadora, la casas deben
ser "construidas y adornadas para siglos y no para la hora fugaz"
teniendo como impulso la sed por lo nuevo y personal infinitud de sus
habitantes. Ante sus ojos nada es ajeno sino propio, son movidos por un impulso
fundacional infrenable. En ello se ve la necesidad imperiosa de dejar huellas,
movido por un un placer insaciable de posesión y de presa. Al no haber
diferencia ni repelencia entre el lugar y quienes lo habitan, puede instaurarse
la posesión, posesión entendida como el ejercicio de conquista y soberanía
gracias al cual el lugar pasa a formar parte de quien lo habita como si fuese
una extensión de su cuerpo: no hay violencia sino armonía entre el habitante y
el lugar ocupado .
El vacío va a estar presente en
los objetos que intentan rellenar el espacio, ellos carecerían de interior al
ser artificios generados por el hombre con el fin de desplegar un mundo. En la
melancolía de Durero, dice Benjamin, los objetos que pueblan la vida cotidiana
están tirados, sin usar, como si éstos sólo sirviesen de rumiación mental.
El vidrio vendría a ocupar un
papel fundamental en el llenado del mundo, al otorgarle a las habitaciones la
sensación de interioridad, donde sería imposible dejar huellas, al ofrecer
resistencia al desgaste. El vidrio junto al acero, comienzan a ser los
materiales utilizados por los arquitectos del siglo XX. De la unión de vidrio y
acero se consigue la lisa piel satinada que enviste el mundo del hombre. Esto
hace que en un cuarto burgués no haya nada que encontrar, pues su falsa
interioridad, su interioridad de fachada amarra a su habitante a una serie de
acciones y costumbres que sólo ayudarían a hacer crecer el desierto interior.
El vidrio hace desaparecer el misterio, "es un material duro y liso en el
que nada se mantiene firme". Aquello que no tiene interior -o que proyecta
una falsa interioridad- no puede ser poseído, no hay cómo asirlo. Queda
configurado un mundo en el que la pobreza es decorosa y la intemperie
cómodamente habitable.
Este simulacro de llenado de
mundo puede observarse en las grandes construcciones actuales, los edificios
contemporáneos ya no desean ser parte de la ciudad, sino su sucedáneo. Muchos
edificios están recubiertos de un gran vidrio reflectante que los recubren por
completo, cuya función es repeler la ciudad en la cual están insertos. Serían
como unas gigantescas gafas de sol que hacen imposible al interlocutor ver los
ojos del que habla y que, por lo tanto, muestran agresividad y poder sobre
éste. El vidrio en los edificios produce una disociación peculiar de la
estructura con respecto a su vecindario. No se puede ver el edificio como tal,
sino tan sólo las imágenes distorsionadas de aquello que lo circunda.
En estos últimos años del siglo
XX, el vacío se expresará en un espacio caracterizado por su "radical
antiantropomorfismo". En este periodo el hombre experimentará la radical
falta de humanidad en el mundo que fabricó, habitando en medio de un simulacro
cuyos vecinos serían igualmente espectros vacíos carentes de profundidad, pues
los gestos que pueblan sus rostros están dirigidos por los hilos invisibles de
la costumbre, por la simple y mecánica repetición.
Jameson afirma: "El mundo
pierde entonces por un momento su profundidad y amenaza con transformarse en
una piel satinada, una ilusión estereoscópica, un tropel de imágenes
cinematográficas sin densidad."
Cien años antes, Baudelaire
exclama: "¡Cuántas rarezas se encuentra uno en una gran ciudad cuando sabe
pasearse y observar! La vida hormiguea en monstruos inocentes."
Así, el mundo queda poblado por
la rareza, por la monstruosidad, por un brillo expatriado, por un claroscuro
sin fondo, por un fulgor que se deshace en los mil espejismos que conforman las
habitaciones. Son monstruos inocentes, que frente a la vorágine que los rodea
no pueden hacerse dueños de sus vidas. Esa es la monstruosidad, pero también es
su inocencia.”
[Este texto es una sección del escrito titulado La melancolía, entre la virtud y la
enfermedad, cuya lectura total (con citas y notas al pie, no indicadas en
con supraíndices en la publicación aquí usada) es accesible en el sitio http://www.herreros.com.ar/melanco/piazze.htm,
indicándose como fuente: http://www.arteenlared.com]
[II]
“El bucle de la añoranza”
Por Fernando Inciarte
(Madrid, España, 2002)
“¿Cabría
que un bucle como el melancólico fuera también un bucle de tiempo, pero que,
más que en la añoranza de un pasado que nunca fue, esté fundado en la esperanza
de lo que visto desde la perspectiva humana alguna vez habrá sido? Preguntar
así no es pedir una nueva premodernidad (que tampoco ha existido como tal sin
más). No hay fenómeno histórico que haya existido como tal sin más. Ya para
Aristóteles, la posible verdad de la historia como pura narración de hechos
(verdad de la que él, por otra parte, no dudaba) no era precisamente el tipo de
verdad más revelador. Cuanto más hechos pasados se van acumulando en la memoria
histórica, mayor es también el peligro de que su sentido se vaya difuminando
poco a poco. Aparte de que nunca se puede reproducir el curso de la historia tal
y como fue: la reproducción no puede coincidir a escala una a uno con la
realidad -entre otras cosas porque ni tan siquiera ésta, la realidad finita,
coincide jamás del todo consigo misma-. Abogar por una nueva premodernidad
(algo así como un nacionalismo primitivo) no sería, en todo caso, salir del
bucle melancólico, ni salir del mito fundacional de la (pos)modernidad.
Tal mito es el de una historia que transcurre en un tiempo lineal con pasado y futuro, pero sin presente: es justamente el mito de la ausencia de la presencia, el mito de la muerte de Dios. En ese mito, el mundo no fue creado por Dios sino que surge de la ausencia de Dios o, mejor, consiste en esa misma ausencia, en la ausencia de la presencia. Al estar la presencia ausente, al no existir la totalidad de su propio ser -esa concentración de sentido «que todos llaman Dios»-, lo único en que cabe entonces creer es en la pura disipación, en la pura diseminación, en el puro diferir de la différance, como llama a eso Jacques Derrida. Es una consecuencia bastante natural de considerar que Dios y su creación son los totalidades que se reparten la tarta del ser o que compiten entre sí para ver quién se lleva la mayor tajada o la tarta entera. Pero si, por el contrario, la única totalidad es la de un Dios al que, como lo único que es todo su ser, no se le puede añadir nada, es decir: si Dios y mundo no están en relación alguna de competencia mutua (con tendencia a la mutua exclusión), entonces resulta un cuadro muy diferente. El cuadro no es ahora el de un tiempo extendido sin más entre pasado y futuro, pero sin presente (la diseminación derridaniana), sino el de un tiempo máximamente concentrado en un presente que, sin embargo, es y no es, surge al desaparecer y desaparece al surgir, es a la vez presencia y ausencia, realidad y ficción, eso, ser y no ser; un tiempo o un mundo en el que, por no tener plenitud propia, de momento y hasta la plenitud de los tiempos el hombre siempre se encuentra ante la alternativa del bien y del mal, de actuar bien o actuar mal. Y no sólo en la alternativa: también en la ambivalencia entre ambos, como en el caso de la freudiana ambivalencia de los sentimientos, empezando por el amor/odio, eros y thánatos juntos: la construcción y destrucción (y viceversa) de lo que ahora se llama «deconstrucción».
Ese era, ya para Aristóteles, el único tiempo real: el tiempo independiente de la extensión que le dan la memoria y la expectativa del alma hacia un pasado que no es y hacia un futuro que tampoco es; un tiempo al que por ser sólo presente (aunque presente inestable: el nunc fluens agustiniano), bien cabría llamar «imagen cambiante de la eternidad» (del nunc stans). En él, todo ya ha pasado porque todo está empezando, aunque nosotros no lo veamos así. En ese no verlo está la diferencia entre el único que es todo su ser y los que no lo son: en el primero todo es realidad, mientras que, en los demás, la ficción es una parte integrante de su misma realidad. Ese mismo no ver que todo ya ha pasado porque todo está siempre empezando en el único instante empinado que roza con la eternidad, no es una mera limitación, por decirlo así, epistemológica; es, en todo caso, una limitación ontológica: el mismo no ser del todo su propio ser. Si se prescinde del único que es toda su (o todo) realidad, si se prescinde de Dios, entonces la ficción de un tiempo cada vez más viejo, más anciano, extendido entre pasado y futuro pero sin presente, la diseminación de la ausencia de sentido, es efectivamente la consecuencia necesaria: un bucle melancólico no de esperanza, sino de pura añoranza; añoranza en último término, en efecto, de la nada.
La vertiente psicoanalítica de la posmodemidad no concibe la concentración de sentido (la felicidad) más que en su versión pervertida que ella misma (siguiendo en esto a Marx) llama fetichismo. La concibe a lo sumo como esos mitos que, de manera puramente ficticia, rompen de vez en cuando con la diseminación de la historia como mera sucesión de hechos y la concentran en nudos de sentido tan pasajeros como irreales. La creencia del cristianismo en una concentración definitiva de sentido, la creencia en Jesucristo Dios y hombre verdadero, no es entonces sino un mito fetichista más. Y la presencia real en la Eucaristía no puede ser para ella sino un caso aún más patente de fetichismo. Toda presencia real es, para la posmodernidad, fetichismo. Toda presencia real es para ella como el fetiche del dinero o como ese hueso (el cráneo) del que ya Hegel decía que es el espíritu, cosa que la posmodemidad toma al pie de la letra (el lacaniano pétit object de la mueca de lo real). Según eso, la felicidad, el triunfo definitivo del bien sobre el mal, es la máxima ilusión. Indudablemente ésa es una visión resignada, vieja, anciana, no una visión joven de la realidad.
Si de algún modo se pudiera llegar a alcanzar la felicidad como triunfo definitivo del bien sobre el mal, eso sería, según esa visión, en todo caso tomando a la letra lo que, no sin cierto deje gnóstico, en castellano se llama «Juicio Final»: el juicio con que, por así decirlo, todo terminaría y que terminaría con todo. El alemán es aquí, si se quiere, menos gnóstico que el castellano. Al Juicio Final en alemán se le llama Jüngstes Gericht, literalmente, «el más joven juicio de todos». Es la denominación que corresponde a lo que la Teología llama «conocimiento matutino», por oposición a «conocimiento vespertino»; es, en suma, una denominación teológicamente más correcta que la castellana tomada al pie de la letra.”
Tal mito es el de una historia que transcurre en un tiempo lineal con pasado y futuro, pero sin presente: es justamente el mito de la ausencia de la presencia, el mito de la muerte de Dios. En ese mito, el mundo no fue creado por Dios sino que surge de la ausencia de Dios o, mejor, consiste en esa misma ausencia, en la ausencia de la presencia. Al estar la presencia ausente, al no existir la totalidad de su propio ser -esa concentración de sentido «que todos llaman Dios»-, lo único en que cabe entonces creer es en la pura disipación, en la pura diseminación, en el puro diferir de la différance, como llama a eso Jacques Derrida. Es una consecuencia bastante natural de considerar que Dios y su creación son los totalidades que se reparten la tarta del ser o que compiten entre sí para ver quién se lleva la mayor tajada o la tarta entera. Pero si, por el contrario, la única totalidad es la de un Dios al que, como lo único que es todo su ser, no se le puede añadir nada, es decir: si Dios y mundo no están en relación alguna de competencia mutua (con tendencia a la mutua exclusión), entonces resulta un cuadro muy diferente. El cuadro no es ahora el de un tiempo extendido sin más entre pasado y futuro, pero sin presente (la diseminación derridaniana), sino el de un tiempo máximamente concentrado en un presente que, sin embargo, es y no es, surge al desaparecer y desaparece al surgir, es a la vez presencia y ausencia, realidad y ficción, eso, ser y no ser; un tiempo o un mundo en el que, por no tener plenitud propia, de momento y hasta la plenitud de los tiempos el hombre siempre se encuentra ante la alternativa del bien y del mal, de actuar bien o actuar mal. Y no sólo en la alternativa: también en la ambivalencia entre ambos, como en el caso de la freudiana ambivalencia de los sentimientos, empezando por el amor/odio, eros y thánatos juntos: la construcción y destrucción (y viceversa) de lo que ahora se llama «deconstrucción».
Ese era, ya para Aristóteles, el único tiempo real: el tiempo independiente de la extensión que le dan la memoria y la expectativa del alma hacia un pasado que no es y hacia un futuro que tampoco es; un tiempo al que por ser sólo presente (aunque presente inestable: el nunc fluens agustiniano), bien cabría llamar «imagen cambiante de la eternidad» (del nunc stans). En él, todo ya ha pasado porque todo está empezando, aunque nosotros no lo veamos así. En ese no verlo está la diferencia entre el único que es todo su ser y los que no lo son: en el primero todo es realidad, mientras que, en los demás, la ficción es una parte integrante de su misma realidad. Ese mismo no ver que todo ya ha pasado porque todo está siempre empezando en el único instante empinado que roza con la eternidad, no es una mera limitación, por decirlo así, epistemológica; es, en todo caso, una limitación ontológica: el mismo no ser del todo su propio ser. Si se prescinde del único que es toda su (o todo) realidad, si se prescinde de Dios, entonces la ficción de un tiempo cada vez más viejo, más anciano, extendido entre pasado y futuro pero sin presente, la diseminación de la ausencia de sentido, es efectivamente la consecuencia necesaria: un bucle melancólico no de esperanza, sino de pura añoranza; añoranza en último término, en efecto, de la nada.
La vertiente psicoanalítica de la posmodemidad no concibe la concentración de sentido (la felicidad) más que en su versión pervertida que ella misma (siguiendo en esto a Marx) llama fetichismo. La concibe a lo sumo como esos mitos que, de manera puramente ficticia, rompen de vez en cuando con la diseminación de la historia como mera sucesión de hechos y la concentran en nudos de sentido tan pasajeros como irreales. La creencia del cristianismo en una concentración definitiva de sentido, la creencia en Jesucristo Dios y hombre verdadero, no es entonces sino un mito fetichista más. Y la presencia real en la Eucaristía no puede ser para ella sino un caso aún más patente de fetichismo. Toda presencia real es, para la posmodernidad, fetichismo. Toda presencia real es para ella como el fetiche del dinero o como ese hueso (el cráneo) del que ya Hegel decía que es el espíritu, cosa que la posmodemidad toma al pie de la letra (el lacaniano pétit object de la mueca de lo real). Según eso, la felicidad, el triunfo definitivo del bien sobre el mal, es la máxima ilusión. Indudablemente ésa es una visión resignada, vieja, anciana, no una visión joven de la realidad.
Si de algún modo se pudiera llegar a alcanzar la felicidad como triunfo definitivo del bien sobre el mal, eso sería, según esa visión, en todo caso tomando a la letra lo que, no sin cierto deje gnóstico, en castellano se llama «Juicio Final»: el juicio con que, por así decirlo, todo terminaría y que terminaría con todo. El alemán es aquí, si se quiere, menos gnóstico que el castellano. Al Juicio Final en alemán se le llama Jüngstes Gericht, literalmente, «el más joven juicio de todos». Es la denominación que corresponde a lo que la Teología llama «conocimiento matutino», por oposición a «conocimiento vespertino»; es, en suma, una denominación teológicamente más correcta que la castellana tomada al pie de la letra.”
En nota al pie, el autor aclara lo siguiente: “Me voy a referir sólo a dos libros suyos recientes: El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos. (11ª edición) Espasa-Calpe, Madrid, 1998; y Sacra Némesis. Nuevas historias de nacionalistas vascos, Espasa-Calpe, Madrid, 1999. Mi propósito no es exegético. Quiero simplemente apuntar al horizonte detrás de la imagen del bucle melancólico. Juaristi, por supuesto, es perfectamente consciente de su trasfondo psicoanalítico.”
[Texto
este que conforma una sección completa del artículo titulado “El bucle melancólico en perspectiva”,
accesible en el sitio: http://www.nuevarevista.net, republicado en 2012 en: http://www.fundacionunir.net/items/show/1548]
[III]
“De la melancolía al fetichismo”
Por Rebecca Comay
¿Es
posible reconocer la pérdida sin, por ello, negarla subrepticiamente? Por razones
tanto culturales como históricas, la melancolía —el inaplacable apego del sujeto
a una pérdida cuyo duelo es inacabable''- parece tener una peculiar resonancia hoy en día. De hecho, podría ser
tentador ver en la obstinación de la pasión melancólica —la «lealtad a las
cosas»— una cierta dimensión ética: la negativa a realizar el trabajo de luto
de la mediación simbólica parecería suponer el cifrado de la alteridad en la
interioridad del sujeto, que, como tal, se despojaría de su interioridad narcisista,
su estar completo en sí mismo. La «herida abierta» de Freud (1) sería, según
esta lectura, el escenario de una «extimidad» traumática originaria - la
apertura del sujeto mismo a una responsabilidad infinita—. Enterrado vivo en la
cripta de un yo fracturado por la persistencia de lo que no puede ser
metabolizado, el objeto perdido parecería reafirmar su constante demanda ante
aquellos que todavía están vivos. La melancolía parece articular esa demanda.
Su tenacidad sería así la propia medida de la inconmensurabilidad de una
pérdida cuya persistencia indica tanto la necesidad infinita como la
imposibilidad final de toda restitución.
Sin
embargo, la cuestión resulta ser algo más complicada. Simplemente invertir la
jerarquía freudiana, de infausta memoria, entre luto «normal» y melancolía patológica»,
sería pasar por alto que la antítesis entre luto y melancolía encuentra eco dentro
de la estructura de la propia melancolía, que exhibe su propia autodivisión
conceptual interna. Pues la historia del concepto de melancolía muestra una
oscilación sistemática entre la denigración y la sobrevaloración –una división
que sugiere que, cualquiera que sea la resonancia del concepto hoy día, no puede
simplemente insistirse en la preeminencia de la melancolía como, de alguna manera,
la respuesta más responsable a las demandas históricas de una época devastada
por el horror acumulativo de sus pérdidas-. Usualmente estigmatizada en la
tradición médica desde el Estoicismo hasta el Escolasticismo (donde, no por
casualidad, sus peligros fueron codificados como femeninos), valorada en el
Renacimiento y en la tradición romántica (donde sus beneficios fueron,
paralelamente, codificados como masculinos), la melancolía ha cargado, desde el
principio, con una doble valencia. Relacionada por una parte con la patología
paralizadora (el «demonio de mediodía» de la Edad Media) y, por otra, con la
creatividad extática (la «manía divina» de Ficino o de Tasso), el concepto de
melancolía exhibe la fisura de una ambigüedad crucial (2).
La
aporía no consiste simplemente en que el énfasis en la opacidad del objeto perdido
desvía la atención del objeto perdido a la pérdida como tal, y de ahí, eventualmente, al sujeto de la pérdida - un
movimiento de abstracción que, paradójicamente, engrandece al sujeto en su
propia abyección—. Freud, que advirtió la grandiosidad inevitable de las
autolaceraciones del melancólico, se vio así inducido a establecer el vínculo
conceptual entre la melancolía y un cierto narcisismo. De un modo más preciso:
la noción misma de una pérdida originaria («como tal») que precede lógicamente
a la pérdida de cualquier otro objeto determinado podría —y quizás de hecho, en
última instancia, debe- igualmente mencionar como una negación preventiva de la
pérdida, lo que enmascararía la inaccesibilidad real de su objeto al
determinarlo de antemano como perdido —y de esa forma, como negativamente apropiable
en su propia ausencia—. El apego melancólico a la «pérdida desconocida» (3) funcionaría
así «apotropaicamente»^, como una defensa contra el hecho de que el objeto
«perdido» nunca, realmente, fiae mío en primer lugar. La melancolía sería una
forma de escenificar el desposeimiento de aquello que, de entrada, nunca fue de
uno como para «perderlo» —y así, precisamente bloqueando la carencia
estructural al tornarla pérdida concreta, ejemplificaría un esfuerzo
estrictamente perverso por afirmar una relación con lo no relacional—. El
propio trauma se convertiría de este modo en una defensa contra un placer
imposible: la des-realización melancólica de lo real opera aquí, tal y como
Giorgio Agamben ha sostenido convincentemente, no sólo para engrandecer al
sujeto de la fantasía, sino para, en última instancia, hipostasiar lo irreal (o
fantasmal) como una nueva realidad (4).
El
ejemplo de Baudelaire puede clarificar esta lógica recuperativa de la ganancia a
través de la pérdida. La extraña fusión de vacío y plenitud que puede
observarse en tantos poemas suyos -Andrómaca, por ejemplo, «abatida en éxtasis»
junto a la tumba de Héctor («Le Cygne»)— anuncia la paradoja de que el dolor mismo
puede proporcionar su propia y más poderosa forma de consuelo. La carencia se
transforma en su propio exceso o realización en las personificaciones
alegóricas, por medio de las cuales la preocupación del poeta por su propio
dolor -«ma Douleur»: en mayúsculas, humanizado, hipostasiado- viene de hecho a
llenar el vacío dejado por el objeto ausente. En «Recueillement» la intensidad
del dolor vivo, que el poeta mima como una madre a su niño enfermo, usurpa el
lugar de la muerte misma. El lenguaje del dolor viene, de esta manera, a
eclipsar la propia pérdida que lo ocasionó y - otro gesto familiar en
Baudelaire- anuncia la transformación alquímica
de la bilis negra en tinta (5).
Lo
que aquí me interesa no es la dialéctica formal de la inversión per se,
sino, más bien, lo que está en juego en ella. El análisis de
Nietzsche del ideal ascético, en ese sentido, es de una pertinencia suprema.
Más allá del bucle lógico, evidente en la conversión melancólica de la
privación en adquisición, se halla el espectro de la aquiescencia que —y ésta
es el alma bella de Hegel— abraza el presente con la satisfacción exquisita de su propia
desesperación. No hay nada neutral en la tendencia a la gratificación
compensatoria. La abstracción sublime que halla poder en la privación de poder,
amenaza con «evaporar» el objeto en una fantasmagoría estética, lo que adaptaría
al sujeto a los requerimientos del presente. Desdibujar*^ la pérdida traumática
o negatividad detendría la repetición, que es el legado esencial del trauma - l
a rúbrica de su historicidad inherente—, pero que es también, por eso mismo, su
poder generativo más importante. La oclusión del pasado traumático cercena
cualquier relación con un futuro radicalmente (de hecho, traumáticamente) diferente.
La
estructura de la melancolía comienza, de este modo, a desvanecerse en y confundirse
con la del fetichismo —la reposición compensatoria de unidades imaginarias en
respuesta a una pérdida traumática (la «castración») que, estructuralmente, no
puede ser ni totalmente reconocida ni rechazada— (6). Aquí la perversión no
sólo designa la simultaneidad de reconocimiento y negación. Insinúa la paradoja
mucho más profunda de que el reconocimiento mismo es la negación. No hay
reconocimiento de trauma alguno que, en su inevitable pretensión de adecuación (una
pretensión implícita en la propia protesta de inadecuación), no desdibuje, por sí
mismo, la propia pérdida que quisiera admitir. A pesar de las apariencias, la
célebre estructura «Je sais bien... mais quand méme» esbozada por Octave
Mannoni no neutraliza en modo alguno, mediante la partición, la paradoja que
anuncia (7). La división, que mantiene la contradicción entre conocimiento y
creencia —la pérdida traumática, por una parte; la totalidad redentora, por
otra— no proporciona una contención protectora de sus antítesis, sino que
compromete más bien a ambas en una porosidad contaminante y un movimiento de
oscilación incesante de un término hacia (dentro del) orto.
¿Podría
ser dicha simultaneidad perversa de reconocimiento y rechazo la condición misma
de la historicidad? Lejos de indicar una excepción o desviación con respecto a
alguna norma de represión (o su contrapartida de ilustración), el fetichismo podría
más bien indicar la irreducible fragmentación del sujeto entre dos imperativos
contradictorios —una antinomia que denota el legado ambivalente de todo
trauma-. Si toda relación con la historia es siempre, en alguna medida, una no-relación
con otra historia - u n encuentro fallido con la carencia del otro y una relación
traumática con el trauma del otro- la propia historia se caracterizaría por una
oscilación inherente, nacida de la presión paradójica de una pérdida sólo reconocible en su propio desvanecimiento.
¿Podría la perversión ser entonces el índice de la relación imposible del
sujeto con una pérdida que, en última instancia, no es suya como para
reconocerla en primer lugar; pero también, igualmente, el índice de una cierta
promesa?
El
asunto es tanto más apremiante en una época en la que la propia proliferación de
monumentos conmemorativos, la tendencia maníaca a «museificar», parece augurar
la supresión misma de la memoria. Me propongo aquí no tanto rechazar dicho
rechazo (por ejemplo, en nombre de un luto desmitificado o ilustrado), como
empezar a pensar lo que está en juego, lo que podría ser incluso productivo en
semejante contradicción. En pocas palabras, ¿cómo responder a la continua demanda
de los muertos cuando cada respuesta (empezando, de hecho, por la respuesta piadosa
que invoca a «los muertos» como si éstos fueran una especie de sujeto colectivo
o corporativo autoevidente) amenaza con intensificar la amnesia contra la cual
se dirige el proyecto anamnésico?
NOTAS
(1) Sigmund Freud,
«Mourning and Melancholia,» Standard Edition of the Complete Psychological
Works, ed. James Strachey (Londres: Hogarrh Press, 1960), vol. 18, p. 253.
(2) Para algunas de estas
vacilaciones, véanse 1-as diversas historias que facilitan Giorgio Agamben, en Stanzas:
Word and Phantastn in Western Culture (Minneapolis: University of Minnesota
Press, 1993), Julia Krisreva, en Black Sun: Depression and Melancholia (Nueva
York: Columbia Universiry Press, 1989), y Giulia Schiesari, en The Gendering
of Melancholia: Feminism, Psychoanalysis and the Symbolics of Loss in
Renaissance Literature (Ithaca: Cornell Universiry Press, 1992). También el
trabajo inaugural de Raymond Klibansky, Erwin Panofsky, y Fritz Saxl, Satum
and Melancholy (Nueva York: Basic Books, 1964).
(3) Freud, «Mourning and
Melancholia», p. 245.
(4)
Ver Agamben, Stanzas, op. cit., 1993.
(5) Ver Jean Starobinski, La mélancolie au
miroir (París: JuUiard, 1989).
(6) Ver Sigmund Freud,
«Fetishism», Standard Edition, vol. 21, págs. 155 ss., y «Splitting of
the Ego in the Process of Defence», Standard Edition, vol. 23, págs. 271-278.
(7) Ver Octave Mannoni, «'Je sais bien... mais
quand méme': la croyance,» en Clefspour l'imaginaire ou l'atitre scene (París:
Seuil, 1969).
(Extraído
del artículo titulado Entre la melancolía y el fetichismo: Las pérdidas de Walter Benjamín, sección I. Traducción del inglés:
Juan Luis Sánchez Zamorano; revisado por: Pura Sánchez Zamorano. Se han
eliminado las notas a la traducción. Para la lectura del escrito completo ver
el sitio virtual: http://digitool-uam.greendata.es)
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Imagen de portada: Antonio Manzi, Manicomio (1974) - diseño en pluma sobre paño de lino.
Imagen de portada: Antonio Manzi, Manicomio (1974) - diseño en pluma sobre paño de lino.
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