“I maintain that Truth is a pathless
land, and you cannot approach it by any path whatsoever, by any religion, by
any sect. That is my point of view, and I adhere to that absolutely and
unconditionally…”
(“Sostengo que la Verdad es una Tierra sin caminos, y no es
posible acercarse a ella por ningún sendero, por ninguna religión, por ninguna
secta. Ése es mi punto de vista, y me adhiero a él absolutamente e
incondicionalmente…”)
Una página de su último Diario
"Jueves, 10 de marzo, 1983
El otro día, mientras uno paseaba por un apartado sendero
boscoso, lejos del ruido y la brutalidad y vulgaridad de la civilización, muy
lejos de cuanto el hombre ha producido, había una sensación de gran quietud que
abarcaba todas las cosas ‑serena, distante y colmada del sonido de la tierra.
Mientras uno caminaba tranquilamente, sin perturbar las cosas de la tierra que
le rodeaban ‑los arbustos, los árboles, los grillos y los pájaros- súbitamente,
a la vuelta de un recodo, aparecieron dos pequeñas criaturas riñendo la una con
la otra, peleando a su pequeño modo peculiar. Una estaba tratando de ahuyentar
a la otra que molestaba intentando introducirse en el pequeño agujero que no le
pertenecía, y la propietaria la rechazaba. Pronto venció la propietaria y la
otra escapó. Y nuevamente hubo quietud, un sentido de profunda soledad. Y
mientras uno iba mirando hacia arriba, el sendero se internaba alto en las
montañas, la cascada murmuraba dulcemente cayendo a un lado del camino; había
una gran belleza y una dignidad infinita ‑no la dignidad que logra el hombre y
que parece tan vana y arrogante. La pequeña criatura se había identificado con
su hogar, tal como lo hacen los seres humanos. Nosotros estamos siempre
tratando de identificarnos con nuestra raza, con nuestra cultura, con las cosas
en que creemos, con alguna figura mística, o algún salvador, alguna clase de
autoridad suprema. El identificarse con algo parece ser la naturaleza del hombre.
Probablemente este sentimiento nuestro se deriva de ese pequeño animal.
Uno se pregunta por qué existe esta ansia, este anhelo de
identificación. Es comprensible la identificación con las propias necesidades
físicas ‑las cosas indispensables, ropas, alimento, albergue, etcétera. Pero
internamente, bajo la piel por así decir, tratamos de identificarnos con el
pasado, con la tradición, con alguna extravagante imagen romántica, con algún
símbolo muy apreciado. E indudablemente, en esta identificación hay una
sensación de estar seguros, a salvo, de ser dueños de aquello con que nos
identificamos y, a la vez, de pertenecerle. Esto nos proporciona un gran
bienestar. Y ese bienestar, esa seguridad la obtenemos de cualquier forma de
ilusión. Y el hombre, aparentemente, necesita muchas ilusiones.
En la distancia se oye el ulular de un búho, y llega una
profunda respuesta gutural desde el otro lado del valle. Todavía está
amaneciendo. El ruido del día no ha comenzado y todo está muy quieto. Existe
algo extraño y sagrado allí donde el sol se asoma. Hay una plegaria, un canto a
la aurora, a esa extraña luz quieta. En esa madrugada la luz era suave, no
soplaba una brisa y toda la vegetación, los árboles, los arbustos, estaban
inmóviles, silenciosos, aguardando. Aguardando la salida del sol. Y quizás el
sol no se levantaría aún por una media hora o algo así, y el amanecer estaba
cubriendo lentamente la tierra con una extraña calma.
Gradualmente, pausadamente, la más alta de las montañas se
estaba volviendo más brillante, dorada y clara mientras el sol la iba tocando;
y la nieve era pura, no la afectaba la luz del día.
A medida que uno ascendía dejando muy abajo los pequeños
senderos de la aldea, el sonido de la tierra, los grillos, las codornices y
otros pájaros empezaron su cántico matinal de exquisita adoración al día. Y
mientras el sol se levantaba, uno era parte de esa luz y había dejado atrás
todo lo que es producto del pensamiento. Había un completo olvido de uno mismo.
La psique estaba libre de sus luchas y pesares. Y mientras uno caminaba
ascendiendo más y más, no existía sentido alguno de separación, ni siquiera el
sentido de ser uno un ser humano.
La niebla de la mañana se estaba concentrando lentamente en el
valle, y esa niebla era uno mismo, era el hombre volviéndose más y más espeso,
sumergiéndose más y más en la fantasía, en el romance, en la necedad de la
propia vida. Y después de un largo período de tiempo, uno llegó abajo. Se
escuchaba el murmullo del viento, de los insectos, los llamados de innumerables
pájaros. Y a medida que uno descendía, la niebla iba desapareciendo. Había
calles, tiendas, y la gloria del amanecer se estaba desvaneciendo rápidamente.
Y la gente comenzaba su rutina diaria, atrapada en el hábito del trabajo, en
las disputas entre hombre y hombre, en las divisiones de la identificación ‑la
división de las ideologías, las preparaciones para las guerras, el propio pesar
interno y el perpetuo dolor del hombre."
De Jiddu Krishnamurti, El último Diario, Edhasa, Barcelona,
1989. Versión castellana de Armando Clavier.
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