“Septiembre 15, 1973
Es bueno estar solo. Estar solo es hallarse muy lejos del mundo y, no obstante, caminar por sus calles. Estar solo, subiendo por el sendero junto al veloz y ruidoso torrente de la montaña que rebosa con el agua de la primavera y las nieves derretidas, es estar atento a ese árbol solitario, único en su belleza. La otra soledad [1] de un hombre en medio de la calle, es el dolor de la vida; él nunca está solo, distante, incontaminado y vulnerable. La saturación de conocimientos engendra interminable desdicha. Ese hombre que camina por las calles encerrado en sí mismo, es la urgencia interna de expresión, con sus frustraciones y padecimientos; ese hombre nunca está verdaderamente solo. El movimiento de esa soledad es el dolor.
Ese torrente de la
montaña estaba repleto y crecido con las nieves disueltas y las lluvias de la
temprana primavera. Podía escucharse el ruido de las grandes piedras empujadas
por la fuerza de las aguas torrenciales. Un alto pino de cincuenta años o más
se derrumbó en el agua; ésta lavaba el camino dejándolo limpio. El torrente se
veía fangoso, de color pizarra. Más arriba, los campos se encontraban cubiertos
de flores silvestres. El aire era puro y todo respiraba encantamiento. Los
altos cerros todavía estaban nevados, y los glaciares y grandes picos retenían
aún las nieves recientes, se mantendrían blancos durante todo el verano.
Era una montaña
prodigiosa y uno podría haber seguido caminando perpetuamente, sin que lo
afectaran jamás los empinados cerros. Había en el aire un perfume nítido y
fuerte. Ese sendero estaba desierto, nadie bajaba o subía por él. Uno se
hallaba a solas con aquellos oscuros pinos y las aguas torrenciales. El cielo
tenía ese sorprendente azul que sólo se ve en las montañas. Uno lo contemplaba
a través de las hojas y los enhiestos pinos. No había allí nadie con quien
hablar y la mente no parloteaba. Una urraca blanquinegra pasó volando y
desapareció en el monte. El sendero llevaba muy lejos del ruidoso torrente y el
silencio era absoluto. No era el silencio que sigue al ruido; no era el
silencio que adviene con la puesta del sol, ni era ese silencio que llega
cuando la mente se apaga. No era el silencio de los museos y las iglesias, sino
algo que no tenía relación alguna con el tiempo y el espacio. No era el
silencio que la mente elabora por sí misma. El sol ardía y las sombras eran
agradables.
Sólo recientemente
descubrió él que no había un solo pensamiento durante estos largos paseos por
las calles atestadas o por los solitarios senderos. El siempre había sido así,
desde que era niño; ningún pensamiento penetraba en su mente. El sólo
observaba y escuchaba, nada más. Nunca surgía el pensamiento con sus
asociaciones. No había formación de imágenes. Un día, de pronto se dio cuenta
de lo extraordinario que eso era; a menudo intentó pensar, pero no acudía
pensamiento alguno. En estos paseos, con gente o sin ella, todo movimiento del
pensar estaba ausente. Esto es estar solo.
Por encima de los picos nevados iban formándose nubes densas y
oscuras; probablemente llovería más tarde, pero ahora las sombras eran muy
definidas con el sol claro y brillante. Aún persistía en el aire aquel grato
perfume, y las lluvias habrían de traer un olor diferente. Había un largo
camino de descenso hacia el chalet.”
De Jiddu Krishnamurti, Diario
II, Edhasa, Barcelona, 1983. Versión castellana de Armando Clavier.
[1] Aquí emplea Krishnamurti las dos formas que en
inglés tiene la palabra ‘soledad’, imposibles de traducir textualmente al
español. Una, ‘aloneness’, con el significado de una soledad madura,
inteligente, propia del ser que ha comprendido la naturaleza del mundo y ha roto
psicológicamente con él. La otra, ‘loneliness’, es la soledad del que se aísla
del mundo envolviéndose en la ilusión de su propio mundo egocéntrico. La
primera es una soledad jubilosa, creativa. La segunda, una soledad amarga,
estéril. (N del T)
No hay comentarios:
Publicar un comentario