A Antonio Machado
Con profundo alivio, divisé su figura recortada por el
filo bermejo del trigal. Anochecía, y los graznidos invisibles reclamaban la
complicidad de la luna detrás de los nubarrones soltados por el horizonte. Le
hice seña; a punto de tomar el sendero que se estrechaba hacia el valle, la
mula que lo llevaba se detuvo. Me esperaron con alguna escondida ansiedad al
borde de los cardos. Si me dejas seguir a
la grupa contigo, puedes parar sin cuidado en mi casa, del otro lado del río:
mi cena es pobre pero alcanzará para los
dos… Un tumultuoso silencio pareció asentir debajo de su capucha oscura. Su
rostro borroso se ladeó atajando un remolino de polvo; si era hombre o era
mujer no lo supe. Tengo miedo, ¿sabes?
– le comenté al montar con mi talego al hombro. Me aplasté el sombrero de paja
contra la mollera y me acomodé atrás. Sentí entonces retumbar en mi pecho el
golpe de las patas contra la tierra. Vengo
de la ciudad, estoy recién avecindado en la aldea, y eso de oír a las comadres
murmurar que ya dos parroquianos han regresado sin sus ojos por no lograr
espantar a los cuervos… Nada hizo
por completar mi balbuceo de niño asustado, sólo continuó entregado a la torpe
inercia de su mula camino abajo. Una aprehensión extraña semejante al respeto quiso
que no pudiese asirme a su cintura. Hoy
por hoy – insistí inútilmente- estamos
todos solos en este mundo. Platicando de sol a sol con nuestra sombra. Y de
noche nos queda el consuelo de apretar un fantasma vacío en nuestro lecho, y
poco más. En cualquier momento todo se acaba… Pero tuve claro que no era
amigo de las palabras, que quizás la mejor paga a su cristiano altruismo sería callarme.
Una repentina racha helada nos envolvió al llegar
despacio al borde del río donde hundió sus patas la mula duplicándonos en los añicos
de un espejo turbio. Hacia el lado del poniente, la profecía de una tormenta
mostró su encía azul. Algo que no entendí resonó detrás de su capa movediza. ¿Me hablaste?..., le pregunté, arriesgando,
no sé cómo, una sonrisa mientras me aplastaba el sombrero contra mi cabeza. …Por el pedrusco, no más, vadeando recto es
más fácil… Pero mi voz se extravió en el viento, y con ella la violenta espiral
de alas erizadas, los cuervos aterrados que estallaron junto a mis manos
aferradas al vacío, sobre la torpe mula desganada que siguió conmigo a cuestas,
para perderse también en lo hondo del valle que recortaba la guadaña sigilosa de
la luna.
GUSTAVO ARITTO
Texto incluido en LA ESPIRAL DE FUEGO. Siete palimpsestos del caos, Bs. As., 2008.
Me gusta la manera en que se acerca la muerte. Creo que es un consuelo escuchar que por el pedrusco, vadeando recto es más fácil. Si bien la muerte no perdona a nadie tal vez en algunos casos sea más benévola.
ResponderEliminarMe imagino queriendo hablar muerta de miedo con ella, buscándole una cara y andando en esa mula.
Una vez más, te leo y me lleno de imágenes magníficas.
Esto me llega como un regalo en un momento especial, para dar la posibilidad de que tal vez la muerte sea en algunos casos CONSIDERADA.
Gracias !