Noche de empusas, lamias, mala sombra,
final del gran juego.
Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo.
Irremisiblemente..."
Rayuela, 36
¿Estabas, en verdad, cansado de ser "el mismo"? ¿O estabas cansado simplemente de "ser"? Yo no sé si alguna vez le creíste más a Parménides que a Heráclito, pero me cuesta creerte a vos sintiéndote "el mismo" un solo instante. Y porque yo te siento esencialmente 'lenguaje' me atrevo a desechar esa idea; y porque fuiste un hijo "natural" de Buenos Aires, no dudaría en celebrar aquel cansancio como un modo de dejarse ser de la genuina melancolía. No fuiste un "ido" dedicado a explorar tus regiones más oscuras, como Alejandra Pizarnik; tampoco un "yente" incapaz de rendirse del todo a la aventura demencial de Diónisos, como Borges. A un pedido personal de Graciela Maturo - uno de los ojos que mejor conocen el fondo marino de tus escritos - debemos este comentario tuyo acerca de tus orígenes cósmicos: "Nací en Bruselas en agosto de 1914. Signo astrológico, Virgo; por consiguiente, asténico, tendencias intelectuales, mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde)..." (Carta a G. Maturo, 4 / 11 / 1965) Me pregunto, a propósito de tu Hermes astral, tu gris y tu verde, cuánta razón le habrás concedido al Mefistófeles de Goethe: ¿habrá sido tu vida el intento gris de confirmar alguna teoría? ¿O será que nunca llegaste a contemplar el verde Árbol de Oro que abomina de cualquier presunción teórica, de cualquier tentación ideológica fraguadas por el intelecto?... Un melancólico diálogo con vos mismo, mil veces interrumpido, mil veces perdido y recobrado, sentí siempre tu escritura, tan porosa a las voces del mundo como inconfundible, el testimonio insobornable de ese "vital" desencuentro. ¿Por qué será que me ha sido tan arduo dar con algún claro verdaderamente mágico y alegre en tu bosque poblado de devas y asuras sutilmente incómodos con la aplastante realidad tridimensional que con mayor o menor éxito te empeñaste en objetar y transformar? Quienes te amaron de cerca no hablan de tu tristeza, de tu pesimismo, sino de tu incesante y espontáneo entusiasmo, de tu tiempo impregnado de gracia y de humor. Tampoco en esto se aparta de la verdad Maturo cuando sostiene, a propósito de tu filiación a una "Generación del 40": "Cortázar también empieza siendo un elegíaco, y lo será siempre en cierto modo; sólo que su penetrante sentimiento del tiempo y de la destrucción se resuelve vitalmente en una actitud de búsqueda, no de quietismo..." (Julio Cortázar: Razón y Revelación, Bs. As., 2004) Es cierto. Recuerdo el impacto que causó en mi sensibilidad entregarme a las páginas (inéditas aún en aquel entonces) de ese "escolio" a tu novela El examen que titulaste Diario de Andrés Fava. De pronto, Cortázar era también un inspirado, un poeta sin pretensiones que había bebido en las aguas de San Juan de la Cruz, de Keats, de Eliot... Algo de aquellas visiones tan afines al espíritu holístico y transhistórico del Romanticismo profundo y del Simbolismo detonaron en mí la sospecha de que, muy en el fondo, un día allá lejos, al filo de tu despedida de Buenos Aires, te habías atrevido a traicionarte, a tratarte a vos mismo como una mera "versión" de alguien a quien jamás terminarías de conocer, de comprender, y acaso también de tolerar. ¿Habrá comenzado ese día tu tedio, ese cansancio que expresó mejor el juego, casi de enfant terrible, con lo "real" que el rezongo tan argentino? ¿Cuál habrá sido esa "búsqueda" tuya mentada por Maturo? ¿Cuál tu verdadero modo de sufrir la condena del tiempo? ¿Valió la pena (o la pasión inútil) la subversión maquinal y deliberada con la que te sedujo (como a mí) el vertiginoso laboratorio surrealista? Y, en cualquier caso: ¿qué te habrán susurrado tus dioses sin rostro acerca de la Eternidad que nunca te dejó entrar, de la Nada que siempre te ofreció su desinteresada amistad?
Un lunes de febrero de 1984, Borges (otro argentino universal que también cedió a la desdicha de no haber sido otro), mediando sólo una simple y entusiasta llamada telefónica, me recibió en su departamento. Tras algo más de una hora de conversar (o de hacernos de cuenta que conversábamos) y de leerle yo algunos poemas, un periodista irrumpió en su living a fin de rogarle una entrevista urgente: habías muerto vos, el día antes, justo el día antes, un cansado domingo de verano porteño, y yo no lo sabía, habías partido en el invierno de París que abovedaba otro cielo. Recuerdo aún la pregunta inicial, en una voz reciente, próxima, a pesar de los años: "¿Podría decirnos qué se pierde con la muerte de Julio Cortázar?". Borges, sin echar mano de más de unos segundos para ordenar su respuesta, dijo: "Creo que más que pensar en lo que se pierde con su muerte deberíamos pensar en lo que se ganó con su vida...". Y eso mismo es lo que hoy quise hacer, una vez más, con estos titubeos digitales, jugando (como vos seguís haciéndolo con nosotros) a que te escribía unas líneas así, sin preparar borradores, sin saber demasiado sobre qué saldría de mí. Quedo, entonces, a la espera. Puedo hoy ser un Fama o un Cronopio tuyo, y nada me puede robar la ilusión de que, en algún bucle de la gran maraña, recibas esta torpe carta, la leas, me inventes de nuevo para dejar - yo también - de ser el mismo.
Gustavo Aritto
Un lunes de febrero de 1984, Borges (otro argentino universal que también cedió a la desdicha de no haber sido otro), mediando sólo una simple y entusiasta llamada telefónica, me recibió en su departamento. Tras algo más de una hora de conversar (o de hacernos de cuenta que conversábamos) y de leerle yo algunos poemas, un periodista irrumpió en su living a fin de rogarle una entrevista urgente: habías muerto vos, el día antes, justo el día antes, un cansado domingo de verano porteño, y yo no lo sabía, habías partido en el invierno de París que abovedaba otro cielo. Recuerdo aún la pregunta inicial, en una voz reciente, próxima, a pesar de los años: "¿Podría decirnos qué se pierde con la muerte de Julio Cortázar?". Borges, sin echar mano de más de unos segundos para ordenar su respuesta, dijo: "Creo que más que pensar en lo que se pierde con su muerte deberíamos pensar en lo que se ganó con su vida...". Y eso mismo es lo que hoy quise hacer, una vez más, con estos titubeos digitales, jugando (como vos seguís haciéndolo con nosotros) a que te escribía unas líneas así, sin preparar borradores, sin saber demasiado sobre qué saldría de mí. Quedo, entonces, a la espera. Puedo hoy ser un Fama o un Cronopio tuyo, y nada me puede robar la ilusión de que, en algún bucle de la gran maraña, recibas esta torpe carta, la leas, me inventes de nuevo para dejar - yo también - de ser el mismo.
Gustavo Aritto
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