« Je suis l’Empire à la fin de la décadence,
………………………………………...
Plus rien à dire!
Seul un poème
un peu niais qu’on jette au feu… »
Paul Verlain, « Langueur » [2]
I. LA CELDA ILUMINADA
Huyo de los racimos en septiembre:
sus negras manos buscándome en
la noche, sus
cinco dedos enguantados de luna,
se me vuelven humanos (no sé),
tan demasiado humanos que
me asustan;
y aunque me voy quedando
tristemente ciego
poco a 10
poco,
yo sé (de muchos días) que su dulce sangre
al sol
es roja,
roja como la obscura sangre de los hombres
cuando se han hecho ya párpado inmóvil,
labio que aprieta
un encarnado mirto,
sólo harapos y astillas de esternón,
mordedura de un sueño del que nadie
despierta en
este mundo,
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del que no quiero hablar,
no quiero…
Porque anoche mi cuerpo fue espumoso y blanco:
allí, donde se eriza mi espesura,
donde en secreto entibio
mis dos huevos gemelos [3],
ya no hay dolor, ¿sabés?,
ya no hay dolor ni hay miedo.
Porque me vio y me quiso,
30
sin decir nada,
me esperó en mi lecho,
en mi rotoso lecho de juncos desolados;
yo seguí el parpadeo torpe de la lámpara
(por acá, por allá, dando la vuelta…),
y oí en su voz mi nombre,
y un alivio de reumas trepó por mi
espinazo:
“¿Ya has llegado, Asterión?”
(a la derecha, recto, ahora a la
izquierda…)
“…¿Por qué tardaste tanto?...”
40
Un tumulto de buitres
estrangulaba el crepúsculo en lo alto,
pero yo no volví a mirar el cielo:
de otra luna sin velos
ni menguantes
me hablaba su mirada donde era verde el
mar;
y cuando hundí mi rostro,
mi pellejo carnudo, mi cuero avergonzado,
entre sus tersas laderas germinales,
supe que alguien, por fin, me había
acariciado… 50
Cómo no manosear con las palabras,
cómo decir, después de tantas noches
tórridas,
su otra boca entreabierta al sur de todo,
al sur enmarañado, al sur,
otra que enciende íntima su encía
y no afila marfiles…
Una, dos, tres se dieron a la fuga:
las negras olas
devolverán mañana con la aurora
sus enaguas intactas;
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las demás se extraviaron en mi encierro
fatal,
alimentando uñas y cabellos
con la azulada locura y la violácea ojera
de que nos salva el sueño.
Reuní a tus seis mancebos,
vos que sabés salir,
bajo la doble hacha de la entrada, y
andáte:
yo ya no necesito su carroña virgen;
mojá, Teseo, tu espada en los racimos
y decíles que fue mi corazón.
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Que me viste morir, hocico en tierra.
Que en mi sobaco hediondo hallaste este
papiro,
este rollo inconcluso
frustrados-y-suicidas@enredos.org
y te van a creer.
Adiós, hijo de Egeo, no te pierdas.
Te tengo que dejar:
la hermosa noche ya va siendo un pálpito,
y en la celda escondida donde duermo
feliz,
ella, tu desertora,
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acaba de poner lumbre a la lámpara.
II. SUEÑO CON CENIZAS
… Para saber que aún estaba vivo, me mostrabas mi cara
en tu espejismo recién brotado del mar, de un mar que volvía y volvía a
amodorrarse entre mis piernas vencidas; sobre los afelpados pétalos de la
resaca dejé mi doble ofrenda sin hueso…
Porque nada podía esperar de tus ojos, ni de tu arena desnuda hasta el
ombligo; porque tus labios me decían lo mismo que la tarde gris: “… fruto de
la ceniza, adentro de tu pecho las tinieblas cubren el cielo para siempre…” [4]
Por todo eso, creo, me apresuré a contemplar en tu mano abierta en el
aire igual que una paloma, mi último espolón, el rostro paulatino que me iba
adulterando la vecindad de la muerte; no era el mío (lo sé), pero era yo… Mi frente, ahora espaciosa y clara, no procreaba cuernos sino cejas de
urgentes alas obscuras, alertas, y en mi mirada había un otoño tristón, de pupilas
esquivas, agudas como la flecha que se abría paso en mi esternón; mandíbula
tenaz, sien con nervaduras y latidos…
Antes de que te
hubiese llevado la luz de mi mundo, yo me transfiguré en una sonrisa apenas y
el cristal se deshizo y desperté… Vos que en la oscuridad me mirabas apretujar el sueño clandestino, ¿no
me oíste balbucir dormido alguna cosa?
-- “Duele” –decía tu gemido-, “duele, duele…” Yo
entonces te besé.
-- ¿Y qué decía entonces?...
-- ¿Y qué decía entonces?...
III. AGENDA
Qué sé yo;
hace tiempo que el viento no me habla de
nada,
ni comparten conmigo, cuando llueve
despacio,
ya su verde plegaria los olivos.
Las argucias del humo de las antiguas
hierbas,
que años atrás lamían
mis noches con corales,
hoy sólo le hacen cosquillas a mi hocico,
y la orgía del vino,
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su coágulo dulzón,
el mosto espeso,
no me acuerdo por qué me sigue dando
miedo.
Afuera vienen pasando cosas raras,
pero de cuando en cuando
me hace falta salir para mirar
borrosamente el mar,
mojar mi crin en su holocausto blanco,
y tropiezo en la playa
con los fósiles del último naufragio,
latas caducas,
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aguijones de descartable plástico,
el póstumo calambre de alquitrán de un pez
que no entendió,
jirones de papiros
girando con hélices de arena en los
remolinos,
sobados y sobados a ciegas por mis dedos,
como el de ayer,
que sin querer me traje clavado en mi
bastón:
¿Qué dice?
¿Podés leérmelo?…
... Antes (me acuerdo), 110
siendo menos añosa mi voz,
más parecida, quizás, a la zampoña
rústica,
inventaba
canciones.
¿Qué eran tontas, sin gracia? Ya lo sé;
de esas contadas cosas
que te dan todo, ¿sabés?,
que te dan todo sin pedirte nada.
Una –recuerdo- salió de mí allá arriba,
acodado en el promontorio ríspido:
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“A ver algún corazón
donde no aniden los cuervos.
A
ver, a ver algún cuervo
donde anide un corazón…”
No era tan mala, ¿no?.
Y otra, que nunca terminé,
solía adelantar las rabias del verano:
“A ver qué
dice el trueno,
a ver qué ha
dicho.
A ver qué
escribe el viento, 130
A ver qué ha
escrito…
Porque viene siguiéndome una
nube
para contarme
algo,
alguna “nueva”;
llena de viento
y trueno.
¿Qué me querrá
decir que ya no sepa?...”
(Por acá, por allá, dando la vuelta…)
Cada día me cuesta más volver,
barrer las mismas hojas con mi cola rala,
los mismos corredores
140
(a la derecha, recto, ahora a la
izquierda…)
y extender mi mano para palpar los juncos
repetidos,
los repliegues quietos de aquella última
vez
que oí mi nombre,
que vi la lumbre trémula...
No, no es eso, no son mis coyunturas
ni los catarros que fomenta el rocío de
invierno
ni las caries;
¿viste ese puño que te aprieta por dentro 150
y que te va poniendo viejo el corazón
y opaca la mirada?
Siete estrellas cerraron su rojizo párpado
en el cielo
desde que ella se fue,
sin hacer ruido, sin tocarme el hombro,
oculta en el gorjeo de las golondrinas,
y se llevó la luz
y me dejó el silencio...
En lo hondo de las promiscuas pesadillas
me acecha cada tanto
160
el monstruo aquel de frente despejada y
pupilas agudas
que hace ya siglos
me sonrió en el precipicio helado del
espejo
donde miré mi fin, que tarda y tarda,
junto al mar;
sigo esperando verlo cara a cara,
pero hoy en día,
si le arrebato al aire una paloma tórrida,
se me enfría en las manos
y se rompe en un capullo siniestro de lata
incandescente… 170
Hablar solo no es bueno, pero alivia;
martes,
miércoles, jueves…
voy a dormir un rato,
la mañana no está para sentarse en la
arena;
traigo enredado entre las pantorrillas
un terso despojo de papiros
corrompidos por la sal y la lujuria
de las algas celosas:
(Qué dirá,
me pregunto…)
GUSTAVO ARITTO
GUSTAVO ARITTO
Burzaco (Gran
Buenos Aires / Sur), 1993
[1] Este
poema resultó Primer Finalista en el Premio
Internacional de Poesía Sant Jordi –
Edición 2006, de Girona, España, otorgado por el Grup Plomes Poétiques. Fue incluido posteriormente en La espiral de fuego. Siete palimpsestos del caos, 2008.
[2] “Soy el Imperio en el fin de la decadencia…
(…) …¡Qué queda por decir! / Sólo un poema insulso que tiramos al fuego…”. De
“Languidez”.
[3] La metáfora es de
Walt Whitman.
[4] Versos del poema “La fin d’un monstre” (“El fin de un
monstruo”), de Paul Éluard, inspirado en el último “Minotauro” que
dibujó P. Picasso (tinta de portada).
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