Del libro
La espiral mística:
Viaje del alma
de
Jill Purce
Laberinto y danza
La espiral en expansión que crea y protege el centro, y la
espiral en contracción que lo disuelve, son ambos conceptos implícitos en el
laberinto. Gracias a la existencia del laberinto, el centro es creado y
protegido. Cuando se penetra el laberinto, el centro es disuelto. La entrada y
la disolución ocurren sólo bajo las debidas condiciones: sólo con el
conocimiento del camino.
Aunque a menudo intrincado en su forma, el laberinto es
una espiral, y una tal que retorna. Es una representación del cosmos y todos
los cosmos, y por ello de todas las entidades ordenadas que se corresponden en
la escala descendente de analogía. Es, consecuentemente, tan pronto el cosmos,
el mundo, la vida individual, el templo, el pueblo, el hombre, el vientre – o
los intestinos – de la Madre
(tierra), lasa convulsiones del cerebro, la consciencia, el corazón, la
peregrinación, el viaje, y el Camino.
El más temprano laberinto conocido es el que data del
siglo XIX a. C. en Egipto; el más famoso estuvo en la Creta minoica. Éstos, y
algunos de los grabados de espiral en piedra de los tiempos paleolíticos, son
recuerdo de la incesante preocupación del hombre por el orden espiral y su
propio desarrollo en espiral.
Como el laberinto crea y disuelve, se expande y se
contrae, por eso mismo revela y oculta. Es cosmos para quienes conocen el
camino, y caos para quienes lo pierdan. Es el hilo de Ariadna, las vueltas de
cuyo devanado crean el mundo y, no obstante, nos habilitan a desenredarlo – o
enredarlo:
“I give you the end of the golden string,
Only wind it into a ball,
It will lead you in at Heaven’s Gate
Built in Jerusalem’s wall.”
(Te dejo el cabo de
la cuerda dorada,
Sólo enróllala
haciendo un ovillo,
Ella ha de
conducirte hasta el Portal del Cielo
Levantado en el muro
de Jerusalén.)
William Blake, Jerusalem
Es éste el mismo hilo que avanza a través del argumento
cuya pista (la ‘pista’ u ovillo de hilo) seguimos nosotros; y, de no perderla,
nos conduce al blanco. Sin embargo, también oculta el blanco, nos desorienta, y
es la prueba de nuestra resistencia y nuestro conocimiento.
El blanco o centro, en aquellos laberintos representados
en los embaldosados de muchas catedrales medievales, es a veces (como lo fue
originariamente en Chartres) una representación de Teseo y el Minotauro. El
simbolismo es el del laberinto cretense original – una prueba iniciática del
héroe, la superación de la muerte en el centro, y un subsiguiente retorno o un
renacer a la vida, una regeneración en un bobinado superior. Ya que, dado que
es necesario nacer del vientre para ver el mundo, sólo aquel que nace de sí
mismo ve el otro mundo. ‘Aquel que no nace de nuevo no ascenderá al Reino de
los Cielos’. Otros laberintos catedralicios representaron al arquitecto en el
centro, a veces simbolizado en la persona de Dédalo, constructor del laberinto
de Creta. Como el tránsito a pie por el laberinto era una peregrinación a
Jerusalén en miniatura, Dédalo representa además al Divino Arquitecto.
In la mayoría de los laberintos la espiral continúa, y habiendo
alcanzado la meta y el centro, o bien retorna a la periferia y la vida diaria,
o emerge en la otra orilla, tal como lo haría en el vórtice-esfera del cual
esto es una versión bidimensional.
En los tiempos clásicos, el laberinto, junto con su
circunvalación ritual, era esencial en la creación de una ciudad. Esta forma
ritual daba inicio o reactivaba la creación cósmica original; pues un espacio,
al ser apartado o delimitado, es ordenado, labrado a partir del caos
circundante, y, así, santificado.
Troia, o Troya, es aún el nombre de muchos laberintos –
incluso los del césped comunal de las aldeas inglesas. El movimiento de la
espiral volvía el caos en cosmos, y protegía el espacio sagrado así formado de
los intrusos. Pero según la misma ley por la que ella tanto ocultaba como
revelaba, también protegía a la vez que destruía: de ahí que, mientras que los
dos circuitos anuales de los saliares (sacerdotes de Marte) protegían a la
ciudad de Roma, fueron siete circunvalaciones las que asolaron Jericó hasta
derribarla.
La espiral o el laberinto, representados en tumbas
antiguas, dan a entender una muerte y una re-entrada dentro del vientre de la
tierra, necesarias con antes de que el espíritu pueda renacer en el territorio
de los muertos. Pero muerte y renacimiento significan además la transformación
y la purificación continua del espíritu a lo largo de la vida; los alquimistas
usan la palabra VITRIOL para significar Visita
interiora térrea rectificando invenies occultum lapidem (‘Visita el
interior de la tierra; mediante la purificación encontrarás la piedra
escondida’). Semejante descenso al inframundo (el reino de Plutón) es el tema
de la mayor parte de los rituales iniciáticos, y es comparable al pasaje a
través del desierto, o la ‘noche oscura del alma’, lo cual es experimentado en
su sendero por los místicos. Y más aun, casi siempre se lo simboliza con la
espiral. Las de las columnas del Tesoro de Atreo (una reliquia de la cual
todavía queda por hallarse en las volutas de la columna jónica) mantiene otra
correspondencia más; pasando entre dos columnas espiraladas, el iniciado se vuelve el eje central o pilar de la
consciencia y el equilibrio, ya que él ha pasado entre los dos pilares enfrentados
del Árbol de la Vida ,
o entre las dos serpientes enrolladas del caduceo, y ha entrado, de ese modo,
en contacto directo con la
Fuente del Ser.
El laberinto gobierna (y también constituye) los devanados
de los circuitos del hombre a través del espacio y el tiempo, ordenando,
guiando, comprobando y haciendo que se desarrolle desde y hacia la fuente. Nada
menos que un modelo de existencia tal como lo conocemos, eso es, un mandala, y
una versión en dos dimensiones del vórtice esférico.
De todos modos, la esencia del laberinto no es su forma
exterior, su delinear piedras y cercas protectoras, sino el movimiento que
engendra. La espiral, movimientos mandálicos de la dance preceden inclusive el
laberinto mismo.
Mediante el danzar y emular la microcósmica danza creativa
de Shiva, el girar de los planetas o la danza de los átomos, el hombre
incorpora activamente las vibraciones creativas y los movimientos ordenadores
del cosmos. Su cuerpo se vuelve el universo, sus movimientos, los de éste, y
cuando estos últimos son armoniosos, entonces él no está sólo en armonía
consigo mismo, sino con el universo en el que se ha transformado.
En las tradiciones religiosas y místicas, no es solamente
el dios Shiva quien danza este incesante replegarse y expandirse del mundo, de
la materia y su esencia. Estas continuas creación y disolución de la materia y
del mundo son el hilo conductor que devana su camino a través de las espirales
del arabesque islámico y las
espirales de su danza arremolinada. Los místicos sufis, la orden de los Derviches
Mevlana fundada por Jelladin Rumi, hacen ser al universo manifiesto. Por obra
de sus remolinos, el Supremo Intelecto se vuelve, atravesando todas las esferas
de existencia, la más densa materia.
En las tradiciones hindú y cabalística, el espíritu surge
revirtiendo la dirección de la espiral a través de la cual el mundo se
manifiesta, y expandiéndose según la materia se contrae, como en la inhalación
y la exhalación del vórtice esférico. De modo semejante, por su progresivo
éxtasis giratorio, los espíritus de los Derviches ascienden en espiral a través
de las órbitas celestes, cuyos movimientos representan, a la unión con lo
Divino. Su danza o ‘giro’ muestra los sucesivos grados de manifestación dentro
de la materia seguidos por los de la ‘molienda’ de su ilusoria existencia, y la
ascensión de sus espíritus.
La primera fase es la de la concentración; el Derviche
comienza sudanza con sus brazos cruzados sobre su pecho, sugiriendo una
junción en el corazón de los vórtices descendente y ascendente. Él tiene su pie
izquierdo firmemente apoyado en la tierra, representando el eje inmóvil. Al
mover su pie derecho, empieza a girar sobre su propio eje igual que un planeta,
mientras da vueltas con sus compañeros en torno de un sol central, el Derviche
conductor. Gradualmente se expande, descruza sus brazos, e, inclinando su
cabeza encima de su hombro derecho, levanta su brazo derecho (de y en la
consciencia) a fin de recibir la Divina
Emanación , y baja el izquierdo para devolver su regalo a la
tierra. Es un espín gradualmente más y más rápido, como si gracias a sus
propias revoluciones estuviese conectando Cielo y tierra transformando
realmente el espíritu a través de sí mismo e introduciéndolo en el suelo, en
tanto su eje y su corazón se mantienen absolutamente quietos y su propio
espíritu se remonta a su Fuente Divina. Cuanto mayor su éxtasis, su expansión y
su velocidad, más se abre en redondo su saya. Cuando sus brazos están ambos
extendidos al Cielo, es como si la unión en su corazón, delineada en su estado
de concentración (el espíritu dentro de la materia) por sus brazos cruzados, ha
alcanzado su expansión más plena (la materia dentro del espíritu) mediante la
acción de oponer brazos y sayas: la expresión exterior de su dicha por la Unión Divina en la propia
quietud de su corazón.
Para muchos de nosotros, la autoconciencia está aún
limitada a la percepción de nuestros cuerpos físicos, y aun así, la mayor parte
de nuestras acciones se han vuelto automáticas. En verdad, hemos olvidado la
hondura de significado detrás de la danza. Sin embargo, pese a ello, es tal vez
a través del movimiento físico de todo nuestro cuerpo como la senda en espiral
puede hacérsenos más real. Cada vez que ‘giramos’ o circulamos, por ejemplo, en
los movimientos de la danza escocesa, estamos activando las energías interiores
y sus contrapartes cósmicas.
Leemos en un temprano texto gnóstico cristiano, los Hechos Apócrifos de San Juan, que Jesús
dirigió a los apóstoles en un himno al Padre; su ritmo extraordinario y sus
virtudes hipnóticas vibran a través de las palabras de San Juan:
“And we all circled round him and responded to him:
Amen…
The twelfth of the numbers paces the round aloft,
Amen...
To each and all it is given to dance, Amen...”
(Y todos nos
ubicamos en círculo en torno a él y respondimos: Amén…
El décimo de los
números ambla la rueda en alto, Amén…
A todos y cada uno
le es dado danzar, Amén…)
Que esto era una espiral iniciática, una progresiva
conquista del Conocimiento, queda claro en las palabras de Jesús: ‘Incluso la
pasión que les revelé a ustedes y a los otros en la danza circular, la habría
llamado yo un misterio’.
El bobinado hacia arriba que alcanza la cumbre del
entendimiento total es el sendero de siete vueltas de los musulmanes alrededor
del Ka’aba, el fin de su peregrinaje a La Meca.
El origen de la palabra táfa,
el nombre árabe para esta circunvalación, significa ’lograr someter una cosa
rodeándola en forma de espiral’. El centro, la piedra cuadrada del Ka’aba, es
el ‘Templo del Corazón’ y el eje del mundo. Las vueltas son como el girar de la Rueda budista del Dharma:
las revoluciones del cosmos vistas como la Inmutable Ley Divina.
Dado que el peregrino circula en espiral alrededor del
Ka’aba en tanto corazón del universo, aquél es también su propio corazón; y
así, el vórtice que está siendo creado es el de su propia receptividad, la cual
se equipara al vórtice descendente de la revelación Divina.
Ibn ‘Arabi en his Revelaciones
de La Meca
describe su ascenso gradual a través de las siete esferas del Sí Mismo – los
cielos, planetas o atributos Divinos – hasta que el Ángel que lo acompañó le
dice de pronto:
‘Yo soy el séptimo grado en mi capacidad de abrazar los
misterio del llegar a ser…
Yo soy el Conocimiento, lo Conocido y el Conocedor; Yo soy
la Sabiduría ,
el hombre Sabio y su Saber.’
Tomado de The
Mystic Spiral: Journey of the Soul, Thames & Hudson . London, Netherlands, 1974.
Traducción del inglés (para este blog):
G. Aritto (2013). Que yo sepa, no existe aún, pese a sus casi cuatro décadas de vida,
ninguna edición castellana de este libro singular, cuyos resplandores
inaugurales quizás hayan resultado a esta altura neutralizados por la
torrencial proliferación de textos afines a sus tesis más fuertes, en especial
los de perfiles esotérico-metafísicos aplicados a la exploración y la simbólica
de la - así llamada - “geometría sagrada”.
A propósito de la imagen de portada, arriba de todo,
pintura de Punjab Hills, India, ca. 1785, conocida como Sudama aproximándose a la Ciudad
Dorada de Kridhna, J. Purce comenta lo siguiente: “La perla ansiada por el peregrino Sudama es
la Ciudad Dorada
de Krishna. Igual que el budista Sudhana, él es el héroe cuyas andanzas en
busca de la más alta sabiduría debería emular cada devoto. La naturaleza
espiralada de su conquista de la iluminación, la ruta en círculos por la que
semejantes viajes, todos, largos y dificultosos, llevan al hombre, encuentra un
eco y una afirmación en la naturaleza. Como la forma de espiral de las nubes y
el agua, que envuelve en misterio el Camino de los dragones, las ambiguas
fuerzas de la naturaleza se vuelven vórtices espiralados detrás de él; de sus
torbellinos aparecen bestias naturales.” (Las láminas, fig. 21) La pintura, por otra parte,
sirve de imagen de tapa a la edición en inglés.
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