No hay nadie ya al otro lado
de la noche.
El grito usual del pájaro se
llevó su herida a otros follajes.
No llores, no te culpes:
nada podías hacer por esa
estrella
que se apagó en silencio íntimo y rojizo.
Guárdate de llorar en entreactos,
el drama esconde largos
soliloquios,
preguntas que responderá tu
eco en las paredes,
y nadie más;
y peldaños que terminan
donde empieza el abismo,
donde no hay más baranda,
ni quedan huellas…
Y cuando al alba le duelan
de nuevo una campana
y el gallo que no se hizo
oír,
te acordarás de ayer a
mediodía,
del viento enhebrando aún el tierno espectro en el humo
que soltaron por fin los
dedos helados del crematorio;
y de la llave trémula, tu
mano
tentando el picaporte,
y la casa vacía para
siempre
de esa voz que se ha ido,
que en vano buscarás en otra
habitación…
Cambian los fatuos
decorados,
los harapos del rey,
quien le pidió prestada por
un rato
la dentadura postiza a su
bufón.
Retroceden y avanzan,
las marcas y la peste:
cuando ganan, pierden,
cuando pierden, ganan.
Muerden el polvo, invocan y
alardean
el mortero, la torre, el
estandarte,
el festín de los osos y los
héroes;
mientras ese guerrero de
broncíneos bíceps
abandona su escudo entre los
matorrales
a la espera de un carro
tatuado de gitanos…
Cambia la torpe canción de
los marineros felices,
que probaron, muy lejos, el
vino de la orgía
y la náusea azulada de la
locura,
hasta perder las ganas de
volver,
hasta perder su lengua entre
otros labios
y callar el secreto…
Podrán ser otros la
vacilante nave y el reino,
los naipes y la sal que
seque el campo
rojo y desierto,
el precio a que te compren y
te vendan,
la recompensa que anuncia “Buscado por suicida”,
y la trampa del foso debajo
de la escena,
y tú ahí, siempre sonriendo,
lo perfido assassin, che poi ch’ è fitto
richiama lui, per che la morte cessa… [1]
Pero la cara quiere un día
ser el rostro,
y el ombligo, otra vez, el
primer nudo.
Entonces no habrá lugar para
fingir un mutis,
porque el foro será también
las tablas,
y en el revés de tu soborno
desahuciado y ridículo
estampará un gargajo el
dramaturgo:
lo mismo ceca o cara,
lo mismo cara o ceca.
Muy tarde será
entonces,
y lo demás, palabras,
espejos que traicionan
nuestro enigma recóndito,
malentendido siniestro y
tartamudo
entre idiotas que juegan a
entenderse…
Como máscara de yeso nos
consuela
la mentira que se arrancó
los ojos.
Somos tristes fantasmas
esquivando fantasmas aun más
tristes,
espías trasnochados de
nuestra propia sombra.
Sólo cuando tomamos el
camino
que no esperaba Dios,
nos susurra el Destino, “Sigue… sigue…”,
desnudos, sin origen,
presintiendo la meta en cada
paso,
y en cada paso, el riesgo de
algún caos incógnito,
de algún remoto exilio acá a
la vuelta.
Eco promiscuo somos,
obsceno sucedáneo,
de quien debimos ser pero
faltó el coraje…
No habrá más nadie ahí
para encender un fósforo al
final;
solamente el silencio
que nos dejó esa estrella
cansada,
y un pájaro en el suelo.
Sólo una mueca,
y miel salvaje en la boca,
y el corazón que aprieta más
y más un cactus,
adentro, bien adentro.
Y las gradas vacías
de un Epidauro abandonado y
quieto
donde un ciprés recorta a
contraluz
esta broma macabra, nuestra
vida,
este sueño capcioso de otra
máscara.
GUSTAVO ARITTO
[1] (“Yo estaba como el fraile que confiesa ) / al pérfido asesino que,
metido en el foso, / lo llama para retardar la muerte.”, Inferno, XIX, 49-51.
Poema incluido en LA ESPIRAL DE FUEGO. Siete palimpsestos del caos, Bs. As., 2008.
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