10 de noviembre de 2013

EL HISTRIÓN





No hay nadie ya al otro lado de la noche.
El grito usual del pájaro se llevó su herida a otros follajes.
No llores, no te culpes:
nada podías hacer por esa estrella
que se apagó en silencio íntimo y rojizo.

Guárdate de llorar en entreactos,
el drama esconde largos soliloquios,
preguntas que responderá tu eco en las paredes,
y nadie más;
y peldaños que terminan donde empieza el abismo,           
donde no hay más baranda,
ni quedan huellas…

Y cuando al alba le duelan de nuevo una campana
y el gallo que no se hizo oír,
te acordarás de ayer a mediodía,
                 del viento enhebrando aún el tierno espectro en el humo
que soltaron por fin los dedos helados del crematorio;
y de la llave trémula, tu mano
tentando el picaporte,
y la casa vacía para siempre                                                              
de esa voz que se ha ido,
que en vano buscarás en otra habitación…

Cambian los fatuos decorados,
los harapos del rey,
quien le pidió prestada por un rato
la dentadura postiza a su bufón.
Retroceden y avanzan,
las marcas y la peste:
cuando ganan, pierden,
cuando pierden, ganan.                                                                       
Muerden el polvo, invocan y alardean
el mortero, la torre, el estandarte,
el festín de los osos y los héroes;
mientras ese guerrero de broncíneos bíceps
abandona su escudo entre los matorrales
a la espera de un carro tatuado de gitanos…
Cambia la torpe canción de los marineros felices,
que probaron, muy lejos, el vino de la orgía
y la náusea azulada de la locura,
hasta perder las ganas de volver,                                                      
hasta perder su lengua entre otros labios
y callar el secreto…
Podrán ser otros la vacilante nave y el reino,
los naipes y la sal que seque el campo
rojo y desierto,
el precio a que te compren y te vendan,
la recompensa que anuncia “Buscado por suicida”,
y la trampa del foso debajo de la escena,
y tú ahí, siempre sonriendo,
                   lo perfido assassin, che poi ch’ è fitto           
richiama lui, per che la morte cessa… [1]

Pero la cara quiere un día ser el rostro,
y el ombligo, otra vez, el primer nudo.
Entonces no habrá lugar para fingir un mutis,
porque el foro será también las tablas,
y en el revés de tu soborno desahuciado y ridículo
estampará un gargajo el dramaturgo:
lo mismo ceca o cara,
lo mismo cara o ceca.
Muy tarde será entonces,                                                                  
y lo demás, palabras,
espejos que traicionan nuestro enigma recóndito,
malentendido siniestro y tartamudo
entre idiotas que juegan a entenderse…

Como máscara de yeso nos consuela
la mentira que se arrancó los ojos.
Somos tristes fantasmas
esquivando fantasmas aun más tristes,
espías trasnochados de nuestra propia sombra.
Sólo cuando tomamos el camino                                                     
que no esperaba Dios,
nos susurra el Destino, “Sigue… sigue…”,
desnudos, sin origen,
presintiendo la meta en cada paso,
y en cada paso, el riesgo de algún caos incógnito,
de algún remoto exilio acá a la vuelta.
Eco promiscuo somos,
obsceno sucedáneo,
de quien debimos ser pero faltó el coraje…

No habrá más nadie ahí                                                                   
para encender un fósforo al final;
solamente el silencio
que nos dejó esa estrella cansada,
y un pájaro en el suelo.
Sólo una mueca,
y miel salvaje en la boca,
y el corazón que aprieta más y más un cactus,
adentro, bien adentro.
Y las gradas vacías
de un Epidauro abandonado y quieto                                             
donde un ciprés recorta a contraluz
esta broma macabra, nuestra vida,
este sueño capcioso de otra máscara.



GUSTAVO ARITTO








[1] (“Yo estaba como el fraile que confiesa ) / al pérfido asesino que, metido en el foso, / lo llama para retardar la muerte.”, Inferno, XIX, 49-51.





Poema incluido en LA ESPIRAL DE FUEGO. Siete palimpsestos del caos, Bs. As., 2008.


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