21 de abril de 2014

BALADA DE RENATA BUENDÍA Y MAURICIO BABILONIA







Sin que nadie la viera, Renata se escapó a las tantas del convento y atravesó el bananal hasta dar con las marismas que habían sabido guardar su secreto. Su cuerpo desnudo debajo de la bata de lienzo palpita acalambrado y trémulo como las hojas tardías del otoño. Enrollado en un calcetín de Mauricio, trae en el bolsillo un alacrán que se mueve pardo como un presentimiento. De paso por Macondo, ha merodeado por el campamento dormido, donde pudo espiar los papiros de Melquíades, mientras el gitano balbuceaba cosas raras con su rostro reclinado sobre su guitarra, alucinado de nuevo con el polen de las amapolas. Buscó torpemente algún rastro de su nombre en la ruidosa maraña del manuscrito. Con ansiosa alegría descubrió, muy cerca del final, unos versos que le sirvieron de lámpara y de sosiego:

“… Y Mauricio, el menestral,
que debía unas gallinas,
pena por Meme en el Monte
donde espera verla un día
temblando otra vez  de amor…”

Los leyó de prisa, sin reparar en el pliego siguiente que una ráfaga enredó en la veleta del carro. Siguió entonces descalza por el cangrejal, para hundir ahora sus pies en el fango del pantano. Sólo por no llevarse consigo ningún rencor, vuelve apenas sus ojos llenos de anhelo al pueblo que la despreció. “Allá voy, Mauricio amado, ya soy también yo sueño en el sueño que te me robó…”. Y despacio, muy despacio, mete su pequeña mano en el bolsillo hasta sentir en la medula el aguijón…

Antes del alba, un chubasco violento saca al derrotado Melquíades de su largo sopor. De regreso en otra racha perdida, el viento le devuelve el papiro profético donde había olvidado algún asunto inconcluso. Nunca trató así a su guitarra; pero pliego estampado contra el tablón de su mesa reclama su labor. La esponja atrapada en su mano de adivino frota un verso que la pesadilla de esa noche le revela falso. Hay que borrarlo cuanto antes. El anciano acaricia el palimpsesto sagrado que ingenuamente creía acabado. Sin embargo, no. Porque el Destino, inexorable y cambiante igual que un río en la oscuridad, le ha mostrado una máscara burlona, un atajo que Dios no previó. Apretando sus párpados ajados por años y años de abominar del mundo, deja a sus dedos, a los que en vano quiere humillar la artrosis, que escuchen y escriban la verdad, el porvenir que (bien lo sabe él) ya ocurrió, siempre. Cautivo de cierto humor extraño, de una de esas presencias indecibles, traza sus signos celosos en el espejo turbulento del papiro:

          “Bajo el arco de la aurora
la ve volver de la vida,
y lo abrasa la visión
pero una sombra lo hiela 
por dentro mientras la mira.
(‘¡Soy yo, sí! ¡Soy tu Renata …!’)
No recuerda su sonrisa
ni esos senos que añoraron
sus labios y sus caricias.
Ya no conoce esos ojos
 que iluminaron sus días.
‘Lo siento -  dice -; la muerte
todo lo cambia y alivia …’
Y se disuelve entre tristes
mariposas amarillas…”

Tranquilo, mucho más tranquilo, recoge su guitarra en el silencio tatuado de premoniciones, y se pone a llorar.




GUSTAVO ARITTO


Texto incluido (en ésta, su versión final) en LA ESPIRAL DE FUEGO. Siete palimpsestos del caos, Bs. As., 2008. El primer ensayo de esta glosa a Cien años de soledad data de 1984.
Pintura de portada: Macondo, por Graham Brown (2007)






(Aracataca, 6 de marzo de 1927 - México, D. F., 17 de abril de 2014 )



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