Sin que nadie la viera, Renata se
escapó a las tantas del convento y atravesó el bananal hasta dar con las
marismas que habían sabido guardar su secreto. Su cuerpo desnudo debajo de la
bata de lienzo palpita acalambrado y trémulo como las hojas tardías del otoño.
Enrollado en un calcetín de Mauricio, trae en el bolsillo un alacrán que se
mueve pardo como un presentimiento. De paso por Macondo, ha merodeado por el
campamento dormido, donde pudo espiar los papiros de Melquíades, mientras el
gitano balbuceaba cosas raras con su rostro reclinado sobre su guitarra,
alucinado de nuevo con el polen de las amapolas. Buscó torpemente algún rastro
de su nombre en la ruidosa maraña del manuscrito. Con ansiosa alegría
descubrió, muy cerca del final, unos versos que le sirvieron de lámpara y de
sosiego:
“… Y Mauricio, el
menestral,
que debía unas
gallinas,
pena por Meme en el
Monte
donde espera verla un
día
temblando otra
vez de amor…”
Los leyó de prisa, sin reparar en
el pliego siguiente que una ráfaga enredó en la veleta del carro. Siguió
entonces descalza por el cangrejal, para hundir ahora sus pies en el fango del
pantano. Sólo por no llevarse consigo ningún rencor, vuelve apenas sus ojos
llenos de anhelo al pueblo que la despreció. “Allá voy, Mauricio amado, ya soy también yo sueño en el sueño que te
me robó…”. Y despacio, muy despacio, mete su pequeña mano en el bolsillo
hasta sentir en la medula el aguijón…
Antes del alba, un chubasco
violento saca al derrotado Melquíades de su largo sopor. De regreso en otra
racha perdida, el viento le devuelve el papiro profético donde había olvidado
algún asunto inconcluso. Nunca trató así a su guitarra; pero pliego estampado
contra el tablón de su mesa reclama su labor. La esponja atrapada en su mano de
adivino frota un verso que la pesadilla de esa noche le revela falso. Hay que
borrarlo cuanto antes. El anciano acaricia el palimpsesto sagrado que
ingenuamente creía acabado. Sin embargo, no. Porque el Destino, inexorable y
cambiante igual que un río en la oscuridad, le ha mostrado una máscara burlona,
un atajo que Dios no previó. Apretando sus párpados ajados por años y años de
abominar del mundo, deja a sus dedos, a los que en vano quiere humillar la
artrosis, que escuchen y escriban la verdad, el porvenir que (bien lo sabe él) ya
ocurrió, siempre. Cautivo de cierto humor extraño, de una de esas presencias
indecibles, traza sus signos celosos en el espejo turbulento del papiro:
“Bajo el arco de la aurora
la ve volver de la
vida,
pero una sombra lo
hiela
por dentro mientras la
mira.
(‘¡Soy yo, sí! ¡Soy tu
Renata …!’)
No recuerda su sonrisa
ni esos senos que
añoraron
sus labios y sus
caricias.
Ya no conoce esos ojos
que iluminaron sus días.
‘Lo siento - dice -; la muerte
todo lo cambia y
alivia …’
Y se disuelve entre
tristes
mariposas amarillas…”
Tranquilo, mucho más tranquilo,
recoge su guitarra en el silencio tatuado de premoniciones, y se pone a llorar.
GUSTAVO ARITTO
Texto incluido (en ésta, su versión final) en LA ESPIRAL DE FUEGO. Siete palimpsestos del caos, Bs. As., 2008. El primer ensayo de esta glosa a Cien años de soledad data de 1984.
Pintura de portada: Macondo, por Graham Brown (2007)
(Aracataca, 6 de marzo de 1927 - México, D. F., 17 de abril de 2014 )
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