A bordo de ocho sencillas barcas de pesca, anudados bajo sus humildes chozas de paja, los monjes se alejan en la niebla. Los puertos de montaña los aguardarán abiertos de nuevo cuando el equinoccio. [1] En la Isla de Penglai Shan[2], que no conciente aparecer en ningún mapa, pasarán el verano en trato asiduo con sus íntimos, los Inmortales. Ellos, obreros de la Luz de la secreta alquimia, renovarán el prodigio de prolongar sus días para el bien del pueblo, ávido de desterrar la mentira. El polen sagrado de sus jardines y el oro impalpable que descansa en el fondo de sus ríos irrigarán el reino desahuciado al regreso. Ocho cánticos que no se confunden y que las vulgares lenguas del mundo no podrían entonar sin depravarlos, resuenan en la oscuridad abovedada encima del mar. El cosmos todo es evocado en sus versos.[3] El mar no los reconoce…
Al clarear, la niebla ha levantado. No hay rastros de la costa del Huang Hai[4] que los vio zarpar en lo secreto. Sí lo hay de la luna llena y translúcida. El viento sopla a favor. Todo es silencio, un silencio grávido de incertidumbres. El buen escanciador de cada barca ha repartido el vino de arroz y panecillos de trigo. El hambre no es un pensamiento en ellos. Llegar, sí. No están habituados a escalar las laderas de las altas olas, a mirar cara a cara al abismo de las aguas. A uno que entró en pánico lo han arrojado sin soga por la borda: así aprenderá que el miedo (y no el odio) es el peor enemigo del amor. Como portar brújula consigo o burdos portulanos ofendería a los Espíritus, no han reparado en que el sol parezca salir del Oeste. El fantasma del opio que envuelve la flota mística suele hacer cosas así. La señal venturosa es que, al abrasarlos el fuego del meridiano, el pasado ha quedado afortunadamente atrás: todo es anhelo de recalar por fin en la cándida arena sin huellas. “Mirar allá…” – vociferó el maestro del templo clandestino de Xi’an, al frente del penúltimo contingente, señalando un punto en el horizonte. Los discípulos a bordo ya estaban de rodillas. “… Gracias a los Eremitas eternamente iluminados hemos recibido la visión… Están esperándonos…” Con el octavo eco de la profecía, las barcas se entregan a al imán sagrado que se abulta verdoso en los confines del mar. De una a otra cubierta los cánticos se replican como espejos enfrentados en el espacio. Muchos de ellos son, quizá, vírgenes, aunque lo disimulen, en la experiencia inefable de un gozo tal. Antes de lo esperado, cuando en las nubes está ya el ocaso, la Isla los atrae a su seno de nieves eternas y valles siempre verdes. Ninguno quiere distraerse discutiéndole el tiempo a su clepsidra, a exigiéndole explicaciones al cielo donde ya parecen palpitar las estrellas. Todos callan o cantan.
Dos de las barcazas se adelantan rumbo a la línea blanca de la espuma, ahora mucho más nítida. Una se vuelve un reflejo a la distancia, como copiando en su cubierta de brillante paja y de bambú el guiño inexplicable de los primeros astros. La otra se detiene de golpe en un cono de sombra. “¿Han visto a esas dos gaviotas estrellarse en el aire…?” Tampoco eso importa. Lo único verdadero es el silencio, es que la Isla de los Espíritus les ha abierto las puertas de su grandioso Templo, invisible a los comunes. Y los elegidos no pueden con su solapada ansiedad. “¿Qué cráter es ése? ¿Qué precipicio se empina ahí, hermano…?” Preguntándose cosas (incorregible sombra humana que no amansa sabiduría alguna) así avanzan los monjes a la deriva: la tercera, la cuarta… Girando sin saberlo con las hélices de la luna menguante, mintiéndose el abundante paraíso que se les aleja, se les aleja a fin de que lo crean más real. Así acuden los monjes entusiastas, anudados a su frágil bajel por el amor, al llamado de las playas de las que nadie vuelve igual ni diferente. (… La séptima… la octava…) De ahí que no haya mapa que localice el gran Vacío, sobre el cual el Supremo sustentador del universo prefiere no pensar. De ahí que le sea preciso arrojarlo a algún otro lado, afuera, adentro, al antes o al después… Ya a la incógnita morada de Alción, ombligo de la galaxia. Ya al abismo del mar de encías negras, bajo los cimientos de las aguas terribles , donde la Isla de sus Eremitas eternos hunde su embudo de follajes y murmullos indecibles con la velocidad de un vórtice de luz. Allá van a parar los vientos favorables y las nubes, la memoria y el terrón caliente de quienes se han acercado demasiado.
Gustavo Aritto
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[1] Según el I Ching o Libro de las Mutaciones, los puertos montañeses eran cerrados al aproximarse el solsticio. Así lo indica, por caso, el texto del hexagrama 24, “El retorno”: “Los antiguos reyes usaban el culminante sol para cerrar los pasos…”.
[2] Penglai Shan es el nombre de la isla legendaria donde, según la sagrada tradición taoísta, moran los Ocho Inmortales (Xian), antiguos espíritus de eremitas difuntos que fueron divinizados.
[3] Son ocho los trigramas elementales que conforman la combinatoria total de los 64 hexagramas del I Ching.
[4] El Mar Amarillo, brazo del océano Pacífico, rodeado al este y norte por China, y al oeste por Corea del Norte y Corea del Sur; al sur se une con el mar de la China Oriental.
Ilustración de portada: El acantilado rojo, del pintor de la dinastía Ming, Qiu Ying (1494-1552).
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