8 de marzo de 2012

DE LA CRÓNICA LOCAL DE UFFINGTON, INGLATERRA, 1984



Lucy, la viuda reciente de Mervyn, granjero amigo si los hubo en Uffington, entendió que su yegua Zaira no volvería sola de la colina, y, rezongando como siempre, se calzó la enfática capa y la capucha, manoteó el cayado de roble familiar y se enroscó la soga en un puño. Tu partida me ha puesto vieja… – le dijo a él, que seguramente la contemplaba ahora desde alguna otra colina más verde - … Tanto segar a solas, tanto guardarle granos al próximo invierno, para dejar todo así, sin tranca, e irte sin siquiera avisar… Pero cosas menos perdonables que la muerte le secaban a Lucy el corazón. Porque más que haberle gruñido sin razón, más que haber probado su paciencia de santo galés melancólico hasta cansarse de sí misma y callar, más que todos sus crueles “esta noche, no…” en la cama de los dos, le duele hoy no haberle creído, o, lo que es peor, no haberle hecho creer que le creía. ¿Qué le hubiese costado fingir que también ella había visto en sueños una esfera de luz anaranjada sobrevolando los campos? ¿Qué, alegrarle un día de duro doblar el lomo en la cosecha (uno, no más) con la nueva de que, por fin, se había topado, rumbo a la capilla, con una de esas extrañas espirales cavadas en las espigas? ¿Y haberle dado el gusto de acompañarlo siquiera una vuelta en la avioneta de los Norton, a ver si desde el espacio su fábula semblanteaba menos inverosímil, qué? [1] Era tarde. Ya nadie encendía en el granero la lámpara eléctrica al ponerse el sol que precedía la siega. Mervyn, además del anhelo frustrado de un hijo, se había llevado consigo la ilusión de que su granja de bordes cambiantes y tatuajes inexplicables le hablase a su mujer igual que a él.
Lucy trepó sin premura por el declive en medio de los remolinos azules que enrollaban la impalpable llovizna en la resolana. Sabía que no sería bienvenida en la cima. En efecto, su yegua en celo hacía caso omiso de la forzada labor final de su ama. No había para ella, áspera silueta engreída, nada más real que su tierno Caballo Blanco [2], siempre dispuesto allí a remontar desenfrenado vuelo, a deshacerse en interminables arrumacos. Pero la ruda granjera sureña de rojo pelo ensortijado y mirada tenaz no estaba hecha para esas condescendencias banales, esos caprichos obscenos. Fue enredada en pensamientos oscuros como ganó despacio la loma a fin de enfrentar a aquella otra hembra célibe y sin culpas. El mismo ademán que levantó en el aire el óvalo del lazo, lo arrojó. Zaira, irritada, sacudió su bella crin de azabache y le advirtió con un relincho inequívoco que no siguiera acercándose. Cansada de luchar inútilmente por cada cosa, de tener que preguntarle a la vida por qué tampoco eso, por qué también lo otro, Lucy se dejó caer rendida sobre una rodilla sobre el pasto frío, soltó la soga y, quitándose la capucha de un tirón, se puso a llorar ofrendándole a la lluvia los surcos salvajes de su cara. Quiero irme… -musitó en un largo gemido al golpearla un rayo de sol- … Tengo derecho… Tuvieron que pasar muchas lunas llenas desde la última vez para que se animara a observar el valle desde lo alto. Por fin venció ese vértigo, aunque algo que no logró explicarse la llenó de un gozo aterrorizado. Zaira…, continuó revolviendo la hierba con los dedos, ¿estás ahí?... Pero su amada yegua pareció no oírla. Y no era extraño, siendo que de pronto pudo divisarla a lo lejos, altanereándose entre las ovejas libradas al albur del arroyo. ¿Zaira…?, repitió para sí. Y enseguida la cabaña de pizarra gris batió con el viento los postigos de la cocina: ¿no los había cerrado al salir? Sin embargo, como despierta en la morada de un antiguo sueño, su propia imagen, Lucy con la bata floreada que usaba de muy joven, le demostró desde allá que no, que había que echarle aún el pasador. Quizás recién casada. Quizás encinta del niño que jamás llegó. Cautiva de sus vahídos, y con el reuma ensañándose con ella más y más, Lucile se enderezó sin ayuda del roble. Vio, así, a la distancia, el cono truncado del antiguo silo rotar como un tornado añil, desvaneciéndose luego igual que un espejismo cruzado por la estela incandescente un pájaro. La lluvia que le mojaba el pelo no mojaba el valle. Entonces, para su porfiada perplejidad, el lamparón amarillento que acosaba al granero y había estado siempre ahí, ya no le ocultó su secreto. Tuvo que admitir la armoniosa figura que, desde ese centro imperceptible, desde ese origen clandestino, dilataba su curva en espiral sobre los sembradíos dorados. Cierra tus ojos y la curva crecerá dentro de ti hecha música… –recordó ella la voz de Mervyn - No hay hombre en la Tierra que pueda hacer eso…. No. Era cierto. Y no volvió a dudarlo. Porque alguien se había adelantado a la siega rutinaria para trazar su hélice resonante y perfecta en las espigas. Tal vez adivinó que la faena sería mañana mismo, pues la noche amagaba ya en alguna estrella y la lámpara estaba encendida en el granero. Muy despacito, Lucy tentó el vacío con el cayado del abuelo. Su sombra deforme la acompaña tranquilamente rumbo a casa.



Gustavo Aritto
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[1] Todo esto se conecta con los famosos “agrogramas” (“crop-circles” o “círculos de los cultivos”) asociados a la fenomenología interdimensional y extraterrestre.
[2] El Caballo Blanco de Uffington (Uffington White Horse, que muestra la toma aérea de la portada): uno de los más antiguos pictogramas hollados por manos desconocidas en el sur de Inglaterra. Ubicado en Berkshire, en el mismo valle donde se alza la adyacente Colina del Dragón (Dragon Hill), su vecindad al castillo de Uffington le da nombre. Enmarcada en el culto de la tribu Belga de Britania, su edad se calcula en 3.000 años aproximadamente. El grabado de cal ha sido atribuido asimismo a Hengist, el jefe de las hordas de anglos y sajones del siglo V d. C. David Icke, en alguna página de su tan fascinante como aterrador libro The Biggest Secret (El mayor secreto), asegura que las raíces del símbolo, atávicamente vinculadas a los poderes oscuros que han controlado el planeta desde tiempos babilónicos, se hunden en el antiguo Oriente Medio...

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