21 de junio de 2012

LA MALDICIÓN DE BABEL (III): LA PALABRA Y LA ESCRITURA (I)










En busca de la oralitura perdida



Una relación triangular vincula la Filología, la Hermenéutica y la Semiología, ciencias, a mi entender, esencialmente abocadas a la exploración del misterio, en especial el del verbo humano. Si la primera se sustenta en presupuestos teóricos, procedimientos y objetos de estudio que exceden la mera dilucidación de territorios simbólicos verbales y no verbales (estoy pensando en el ya casi bimilenario ejercicio filológico de la identificación, la restauración, la labor descriptiva y explicativa y de edición de textos en general y, muy en particular, de aquellos legados al mundo hasta en el siglo XV), la Hermenéutica y la Semiología podrían desaparecer en su propio halo heurístico si las facetas impredecibles de ese “misterio-objeto” fuesen reveladas por sus deidades guardianas. Con su usual agudeza intelectual, Graciela Maturo (el mayor lector que conozco en Buenos Aires) se distancia de esa posible equivalencia, defendiendo la idea de que la Semiología trata, en verdad, de resolver enigmas, no de interpretar misterios.

No hacía falta arribar al terminante modelo del deconstruccionismo propuesto por J. Derrida (dedicado a desacreditar toda una era de “literatura oral” en la Tierra y a conferir a la escritura una autonomía y un poder  como generadora de sentido aun liberándola de cualquier determinación histórico-cultural) para sentir el peso de toda una tradición adicta a la sacralización de la escritura y sus textos. Fue el extraordinario potencial de producción, transmisión e interpretación textuales del mundo medieval (europeo y oriental) el que, primariamente, puso al libro (o sus ancestros o sucedáneos de papiro y de cuero) en el Centro del orden estabilizado, en Occidente, por el cristianismo y el malogrado impulso de los exegetas de Alejandría, y por la influencia del pensamiento confuciano, de intención doctrinal o de cierta concepción “estética” de lo socio-político, en el Oriente dominado por las mentalidades china, tibetana y japonesa (la India, su alfabeto sagrado o devanagari, y sus Vedas siempre fueron renuentes a conformarse con los signos estampados que desvirtúan irremediablemente el arcaico mantram y su Secreto). Cuando aquel universo que Dante contempló desde la cima de la Era de Piscis se desmoronó junto con Aristóteles y la Escolástica, W. Shakespeare y M. de Cervantes aguardaron el momento de entrar en acción. Dos contemporáneos del incipiente siglo XVII, Próspero y Don Quijote, acaudalaron, cada uno a su modo, el torrente de símbolos, códigos y lecturas místicamente entretejidos durante quince aun hoy incomprendidos siglos de búsquedas, de hallazgos, de ocultos tesoros  perdidos y, muchas veces, afortunadamente recuperados. Así, mientras el egómano mago-soberano del "teatro flotante" de The Tempest (La tempestad) sufre, entre otras muchas, de la obsesión por sus libros y la escritura, el hidalgo manchego se origina en su propia biblioteca y por efecto de sus lecturas (en verdad, de las de Alonso Quijano). La consecuencia literaria más contundente y feliz del Quijote en el siglo XX ha sido, sin duda, J. L. Borges, cuya vocación cabalística, harto más teórica que experimentada, lo conecta entrañable y definitivamente al “palimpsesto” sagrado que subyace en la que pasa por ser la primera novela (Cervantes y sus personajes jamás la llamaron así: siempre hablan de la estoria de Benengeli y los sabios encantadores que la tergiversan) moderna, psicológica, etc… (al menos de este lado del planeta). Con la Segunda Parte (de 1615: diez años posterior a la Primera) de ese concienzudo experimento narrativo el mundo recibió el que acaso sea el "libro más libro", el que, distanciándose en su hechura de la Naturaleza y de la vida hasta lo indecible, sin sacrificar jamás la pureza ni declinar en un ápice su convicción especular del arte, juega a mirarse a sí mismo, jugando también así con la infinitud del lenguaje. Bajo el signo de los signos hemos llegado a las puertas de Acuario. Yo presiento que el siglo que se inicia no resistirá ese peso abrumador, que, por más placentera, autorrenovadora y plural que siga siendo la interacción con textos escritos, el nuevo hombre en preparación, abierto al despliegue de planos dinamizados por la intuición, la telepatía y el silencio, habrá de reclamar para sí alguna forma de resurgimiento de la oralidad “literaria” (oxímoron éste hoy hipercodificado hasta el desgaste). Un renuevo de rapsodas y aedos, de trovadores, juglares y bardos deberían pulular en la Tierra venidera. No sé si contarán fábulas, activarán dramas o cantarán odas o elegías; sólo creo avizorar su postergado regreso para reunirnos otra vez alrededor del fuego, mirados por otras estrellas o convocados por quién sabe qué humildes templos íntimos, Debería ser algo así como una ORALITURA de alcance transpersonal e interdimensional. Quizás hayamos de modificar sustancialmente los conceptos de auctor y lector heredados, manipulados, negados y reivindicados a lo largo de la ya vetusta modernidad. Me inclino por preservar todavía la noción de sujeto individual creador, pero lo hago consciente del arrollador desafío de las fuerzas holísticas, unificadoras del pluriverso que sostiene nuestro universo, y del anhelo incorruptible de la humanidad en ciernes de volver a la Fuente como un todo común respetuoso de cada uno. No sólo dependerá de los lectores – como creyó profetizar Borges – lo que de ahora en más produzca nuestra imaginación; otros hechos aún incógnitos esperan ser develados en la Tierra.


Dejo abajo, del gran hermeneuta y pensador francés Paúl Ricoeur (1913 - 2005), algunas argumentaciones y definiciones en torno al fenómeno de la palabra en tanto entidad congénere de la voz y remanente sígnico en la civilización de la escritura. A Ricoeur le debemos investigaciones pioneras de la dimensión simbólica del lenguaje, así como el buceo ensayístico que supo confrontar,contrastar y reelaborar sincréticamente la exploración de textos y géneros, las teorías estructuralistas y, comonota casi peculiar de sus desarrollos,la fenomenología de Husserl y el pensamiento existencialista de Jaspers. Libros suyos como La metaphore vive (La metáfora viva), los tres volúmenes de Temps et récit (Tiempo y narración) o Du texte à l' action (Del texto a la acción: Ensayos de hermenéutica) figuran como hitos insoslayables en cualquier revisión y discusión hermenéutica y narratológica. Hay, en los cuatro ensayos publicados en castellano bajo el título Teoría de la interpretación: Discurso y excedente de sentido (de uno de los cuales extraigo tres secciones contiguas) lementos propulsores de su itinerario mental que me alejan de él y de hipótesis demasiado vehementes: los “descubrimientos”  de Ferdinand de Saussure (hoy sumamente pobres y encasilladotes para mí), el abstracto y simplista modelo comunicacional de Roman Jakobson, cierta apelación compulsiva a la lingüística pragmática son algunos: la forma y la sustancia del lenguaje "articulado" parecen haber ensombrecido y postergado su esencia; además, nada más extraño a mi concepción de lo literario que la noción de mensaje que subyace a toda las argumentaciones: una obra de arte no comunica, el arte (a veces nos preocupamos por olvidar que la literatura es, ante todo, arte) sólo expresa. Celebro, en cambio, su honesta revisión de la exégesis griega y la romántica.





Gustavo Aritto






HERMENÉUTICAS DE PAUL RICOEUR:


De 

Teoría de la interpretación: Discurso y excedente de sentido




 En contra de la escritura


El ataque contra la escritura viene de muy atrás. Está asociado a un cierto modelo de conocimiento, ciencia y sabiduría utilizado por Platón para condenar la exterioridad como contraria a la reminiscencia genuina [Cfr. Fedro, 274e – 277a]. Lo presenta en la forma de un mito porque la filosofía aquí tiene que ver con el advenimiento de una institución, una facultad y un poder, perdidos en el oscuro pasado de la cultura y conectados con Egipto, la cuna de la sabiduría religiosa. El rey de Tebas recibe en su ciudad al dios Theuth [o Thot], quien ha inventado los números, la geometría, la astronomía, los juegos de azar y los grammata o caracteres escritos. Al ser interrogado acerca de los poderes y posibles beneficios de su invención, Theuth afirma que el conocimiento de los caracteres escritos haría a los egipcios más sabios y capaces de conservar el recuerdo de las cosas. No, responde el rey, las almas se volverán más olvidadizas una vez que pongan su confianza en señales externas en lugar de apoyarse en sí mismas desde su interior. Este “remedio” (phármakon) no es reminiscencia, sino mera rememoración. En cuanto a la instrucción, lo que esta invención acarrea no es la realidad, sino una semblanza de ella; no la sabiduría, sino su apariencia.
El comentario de Sócrates no es menos interesante. El escribir es como el pintar que genera al ser no vivo, que a su vez permanece en silencio cuando se le pide que conteste. Los escritos, también, si uno los cuestiona para aprender de ellos, “significan algo singular siempre igual”. Además de esta mismidad estéril, los escritos son indiferentes a sus destinatarios. Vagando por aquí y allá, son indiferentes a quienes llegan. Y si se presenta una disputa, o si son injustamente despreciados, todavía necesitan de la ayuda de su padre. Por sí mismos, no son capaces de salvarse.
De acuerdo con esta dura crítica, en su calidad de apología de la reminiscencia verdadera, el principio y alma del discurso correcto y genuino, del discurso acompañado de sabiduría (o ciencia), está escrito en aquel que sabe, aquel que es capaz de defenderse y mantenerse en silencio o hablar según lo requiera el alma de la persona a quien se dirige.
Este ataque platónico de la escritura no es un ejemplo aislado en la historia de nuestra cultura. Rousseau y Bergson, por ejemplo, por razones diferentes, conectan los principales males que azotan a la civilización con la escritura. Para Rousseau, mientras el lenguaje se apoyó sólo en la voz, conservó la presencia de uno mismo ante uno mismo y ante los otros. El lenguaje era todavía la expresión de la pasión. Era elocuencia, todavía no exégesis. Con la escritura comenzó la separación, la tiranía, la desigualdad. La escritura ignora a su destinatario al igual que esconde a su autor. Separa a los hombres al igual que la propiedad separa a los propietarios. La tiranía del léxico y de la gramática es equivalente a la de las leyes de intercambio, cristalizadas en el dinero. En vez de la Palabra de Dios, tenemos el gobierno de los educados y la dominación del sacerdocio. El desmoronamiento de la comunidad hablante, la división de la tierra, lo analítico del pensamiento y el reinado de lo dogmático nacieron todos con la escritura.
Por lo tanto, un eco de la reminiscencia platónica puede oírse todavía en esta apología d la voz como la portadora de la presencia de uno ante uno mismo, y como el eslabón interno de una comunidad sin distancia.
Bergson cuestiona directamente el principio de exterioridad que atestigua la infiltración del espacio en la temporalidad del sonido y de su continuidad. La palabra genuina emerge del “esfuerzo intelectual” por realizar una intención previa del decir en busca de la expresión apropiada. La palabra escrita, como depósito de esta búsqueda, ha roto sus lazos con el sentimiento, el esfuerzo y el dinamismo del pensamiento. La respiración, el canto y los ritmos han terminado, y la figura toma su lugar.  Captura y fascina. Esparce y aísla. Ésta es la razón por la que los auténticos creadores como Sócrates y Jesús no han dejado escritos, y los místicos genuinos renuncian a las declaraciones y al pensamiento articulado.
Una vez más la interioridad del esfuerzo fónico se opone a la exterioridad de impresiones muertas que no son capaces de “rescatarse” a sí mismas.




La escritura y la iconicidad


La réplica a tales críticas tiene que ser tan radical como el reto. No es posible ya apoyarse únicamente en una descripción del movimiento que va del hablar al escribir. La crítica nos obliga a legitimar lo que hasta ahora simplemente se ha tomado como dado.
Un comentario hecho de paso en el Fedro nos proporciona una pista importante. La escritura es comparada con la pintura, cuyas imágenes, se dice, son más débiles y menos reales que los seres vivientes. La pregunta aquí es si la teoría del eikon [= imagen, reproducción plástica], que sostiene que es una mera sombra de la realidad, no es la presuposición de cada crítica dirigida a cualquier mediación por medio de marcas exteriores…
Lejos de redituar algo menos que lo original, la actividad pictórica puede caracterizarse en términos de un “aumento icónico”, donde la estrategia de la pintura, por ejemplo, es la de reconstruir la realidad sobre la base de un alfabeto óptico limitado. Esta estrategia de contracción y miniaturización reditua más abarcando menos. De esta forma, el efecto principal de la pintura es resistir la tendencia a la entropía de la visión originaria – la imagen de la sombra que emplea Platón – y ampliar el significado del universo capturándolo en la red de sus signos abreviados. Este efecto de saturación y culminación, dentro del pequeño espacio del marco y en la superficie de una tela bidimensional, en oposición a la erosión óptica propia de la visión ordinaria, es lo que quiere decir aumento icónico. Mientras que en la visión ordinaria las cualidades tienden a neutralizarse mutuamente, a borrar sus orillas y a ensombrecer sus contrastes, la pintura, cuando menos desde el invento del óleo por los artistas holandeses, intensifica los contrastes, devuelve su resonancia a los colores y permite la aparición de la luminosidad dentro de la cual brillan las cosas.
[…]
Debido a que el pintor pudo dominar un nuevo material alfabético – ya que era químico, destilador, barnizador y satinador -, le fue posible escribir un nuevo texto de la realidad. Pintar, para los maestros holandeses, no fue ni la reproducción ni la producción del universo, fue su metamorfosis.
[…]
Igualmente, el impresionismo y el arte abstracto se aproximan cada vez más y más atrevidamente hacia la abolición de las formas naturales en bien de una gama simplemente construida con signos elementales, cuyas formas combinatorias rivalizarán con la visión ordinaria. En el arte abstracto, la pintura se acerca a la ciencia en tanto desafía las formas perceptibles al relacionarlas con estructuras no perceptivas. También aquí la captura gráfica del universo se sirve de la negación radical de lo inmediato. La pintura sólo parece “producir”, ya no “reproducir”. Pero logra darle alcance a la realidad en el nivel de sus elementos, como lo hace el dios del Timeo. El constructivismo es sólo el caso límite de un proceso de aumento, donde la aparente negación de la realidad es la condición para la glorificación de la esencia no figurativa de las cosas. Iconicidad, entonces, significa la revelación de una realidad más real que la realidad ordinaria.
Esta teoría de la iconicidad, como el aumento estético de la realidad, nos da la clave para encontrar una respuesta decisiva a la crítica de la escritura en Platón. La iconicidad es la re-escritura de la realidad. La escritura, en el sentido limitado de la palabra, es un caso particular de la iconicidad. La inscripción del discurso es la transcripción del mundo, y la transcripción no es duplicación, sino metamorfosis.
El valor positivo de la mediación del material por signos escritos puede atribuirse, en la escritura como en la pintura, a la invención de sistemas rotacionales que presentan propiedades analíticas: discrecionalidad, número finito, poder de combinación. El triunfo del alfabeto fonético en las culturas occidentales y la aparente subordinación de la escritura al habla, que deriva de la dependencia de las letras respecto de los sonidos, sin embargo, no debe permitirnos olvidar las otras posibilidades de inscripción expresadas por pictogramas, jeroglíficos y, sobre todo, por ideogramas [como en el sistema del chino], que representan una inscripción directa de los sentidos del pensamiento y que pueden leerse de forma diferente en distintos idiomas. Estos otros tipos de inscripción exhiben un carácter universal de escritura, igualmente presente en la escritura fonética, pero que en este caso la dependencia respecto de los sonidos tiene a disimular: el espacio-estructura no sólo del portador, sino de las marcas mismas, de su forma, posición, distancia mutua, orden y disposición lineal. La transposición del oír al leer está fundamentalmente ligada a esta transposición de las propiedades temporales de la voz a las propiedades espaciales de las marcas inscritas. Esta especialidad general del lenguaje se completa con la aparición de la imprenta. La visualización de la cultura comienza con el desposeimiento del poder de la voz en la proximidad de la presencia mutua. Los textos impresos alcanzan al hombre en soledad, lejos de las ceremonias que reúnen a la comunidad. Las relaciones abstractas, las telecomunicaciones en el sentido propio de la palabra, conectan a los miembros dispersos de un público invisible.
Tales son los instrumentos materiales de la iconicidad de la escritura y la transcripción de la realidad a través de inscripciones externas del discurso.



LA INSCRIPCIÓN Y EL DISTANCIAMIENTO PRODUCTIVO


… El problema de la escritura se vuelve un problema hermenéutico cuando se lo refiere a su polo complementario, la lectura. Emerge entonces una nueva dialéctica, la del distanciamiento y la apropiación. Por apropiación quiero decir la contraparte de la autonomía semántica, la cual se desprendió al texto de su escritor. Apropiar es hacer “propio” lo que era “extraño”. Debido a que existe la necesidad general de hacer nuestro lo que nos es extraño [¿?], hay un problema general de distanciamiento. La distancia, entonces, no es simplemente un hecho, un supuesto, sólo una brecha espacial y temporal que se abre realmente entre nosotros y la apariencia de tal o cual obra de arte o discurso. Es un rasgo dialéctico, el principio de una lucha entre la otredad que transforma toda la distancia espacial y temporal en una separación cultural, y lo propio, por lo cual todo el entendimiento apunta a la extensión de la autocomprensión. El distanciamiento no es un fenómeno cuantitativo; es la contraparte dinámica de nuestra necesidad, nuestro interés y nuestro esfuerzo para superar la separación cultural. La escritura y la lectura tienen lugar en esta lucha cultural. La lectura es el phármakon, el “remedio” por el cual el sentido del texto es “rescatado” de la separación del distanciamiento y colocado en una nueva proximidad, proximidad que suprime y preserva la distancia cultural e incluye la otredad dentro de lo propio. Esta problemática general está firmemente enraizada tanto en la teoría del pensamiento como en nuestra situación ontológica.
Hablando históricamente, el problema que estoy elaborando es la reformulación de un dilema al que la Ilustración del siglo XVIII le dio su primera formulación moderna por amor a la filología clásica: ¿cómo hacer presente una vez más a la cultura de la antigüedad a pesar de la distancia cultural interpuesta? El romanticismo alemán dio una vuelta dinámica a este problema al asegurar: ¿cómo podemos hacernos contemporáneos de los genios del pasado? Más aun, ¿cómo han de emplearse las expresiones de vida fijadas en la escritura para poder trasladarse a una vida psíquica ajena? El problema regresó nuevamente después del colapso de la pretensión  hegeliana de superar el historicismo por la lógica del Espíritu Absoluto. Si no hay una recapitulación de herencias culturales del pasado en un conjunto que abarca todo y que está librado de la unilateralidad de sus componentes parciales, la historicidad de la transmisión y recepción de estas herencias no puede ser superada. Entonces la dialéctica entre el distanciamiento y la apropiación es la última palabra en la ausencia del conocimiento absoluto.
Esta dialéctica puede también ser expresada como la de la tradición como tal, entendida como la recepción de herencias culturales transmitidas históricamente. Una tradición no suscita ningún problema filosófico siempre que vivamos y habitemos dentro de ella en la ingenuidad de la primera certeza. La tradición se vuelve problemática cuando esa primera ingenuidad se pierde. Tenemos entonces que recuperar su sentido a través y más allá de la separación. De aquí en adelante la apropiación del pasado procede a lo largo d una lucha sin fin con el distanciamiento. La interpretación, entendida filosóficamente, no es otra cosa que un intento de hacer productivos la separación y el distanciamiento.
Colocada sobre el trasfondo de la dialéctica entre el distanciamiento y la apropiación, la relación entre la escritura y la lectura accede a su sentido más fundamental. Al mismo tiempo, los procesos dialécticos parciales, descritos por separado en la sección inicial de este ensayo, siguiendo el modelo de la comunicación de Jakobson, son comprensibles tomados en su conjunto.
Será la tarea de una discusión aplicada a los conceptos controvertidos de la explicación y la comprensión captar en conjunto las paradojas del sentido del autor y la autonomía semántica, el destinatario personal y el auditorio universal, el mensaje singular y los códigos literarios típicos, así como la estructura inmanente y el mundo exhibido por el texto; una discusión que emprenderé en mi cuarto ensayo.


P. Ricoeur, Teoría de la interpretación: Discurso y excedente de sentido, Cap. 2: Habla y escritura, México DF, Siglo XXI Editores, 1995. (Todos los corchetes en bastardilla míos.)



 P. Ricoeur


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