8 de abril de 2013

VERSIONES DE LUBNA, BEDUINA (Leyenda transfigurada)











“Mi fuego no tiene un velo que lo oculte a quien busca su resplandor en la noche, antes bien, lo atizo.”
                                                                                                                        Hátim at-Tai




Cuenta una leyenda que cierta vez, sentándose Ziyad, como solía, en el borde de la cisterna, plañía al amparo de su piel de cabra el sinsimiyya [1] que él apenas podía oír. Desde el fondo del pozo, una luna hechizada de azahares le dijo entonces que la noche ya está encima del desierto, que era tiempo de que Lubna hubiese regresado a la tienda para reavivar los rescoldos y servir el vino.
  -- ¿Qué haces aquí, padre, cantando a solas tan tristemente? – musitó ella, atraída por los pensamientos del anciano y envuelta sólo por las hélices translúcidas del viento.
Tampoco a Lubna necesitaba oírla: recordaba la pregunta y reconocía su mano en el hombro.
  -- ¿De dónde llegas, Lubna mía?
  -- A Halab [2] subí en busca de… - y una ráfaga se llevó el resto mientras ella recogía el balde lleno hasta arriba.
-- ¿De Halab vienes…? Sabes lo que yo y quienes encendieron mis venas sentimos por esas ciudadelas que se encumbran en almenas de piedra. ¿Has hablado allá arriba con alguien…?
-- He traído sésamo para sacar aceite y algo de almizcle para ti…
Y antes de que se apaciguara la azulada locura del fuego, Ziyad y su hija Lubna se habían dormido en la carpa de oscuro pelo de camello.


Otra versión de la leyenda cuenta que la cándida luna surcaba el ojo de la cisterna cuando Ziyad dejó de tocar su sinsimiyya. Un extraño remolino se había llevado las huellas de Lubna de regreso al oasis.  Pero su ajorca de plata asomaba por la abertura de la casa de adobe (así se dice que era, y no una tienda) prendida a la garganta de su pie. “¿Qué haces allá, padre – oyó susurrar al viento-, ... el arpa ha cantado demasiadas canciones tristes; corta sus cuerdas para que no viertan más lágrimas[3]?” Y la sombra retorcida de su bastón resbaló sobre la arena igual que un áspid, y todos dormían en el campamento. Y el viejo pastor miró hacia atrás y una antigua palmera que no recordaba se inclinaba encima del pozo en cuyo borde había quedado el balde cargado de agua fresca.


Pero ningún papiro tan fidedigno, en lo que hace a esta historia, como el hallado entre los escombros que en Basora multiplicaron los bombardeos finales. Ahí se lee en kurdo que fue en algún otro de sus largos insomnios junto al pozo cuando el sordo Ziyad, de ensortijada barba blanca, acalló su instrumento que lloraba en vano y se asomó a la cisterna para mirar con sus propios ojos. Porque pocas cosas podía ya ver además de la luna llena. Entonces un extraño remolino resplandeciente lo encandiló desde el fondo. Era, según se añade al manuscrito una glosa en árabe, la espiral misteriosa de las Pléyades, navegando en secreto. El anciano pastor se apoyó en su báculo arqueando hacia abajo su giba a fin de constatar en el cielo el vórtice engañoso. Cientos de estrellas apenas recordadas, seguramente muertas miles de años atrás, escamoteaban su luz en lo alto. Sin embargo, la luna no estaba. Obcecado como sus propios callos, volvió a preguntarle por ella al aljibe. Un tenue pero tenaz hilo rojo cruzaba el turbulento espejo circular del pozo. “¿Lubna…? – sonó en el viento- ¿Dónde estás, hija mía? Es tu padre que te llama…”. De la silenciosa palmera que había olvidado a su lado se desprendió un pájaro que el horizonte erizó en una bandada más allá de una tortuosa columna de humo negro. Con el balde vacío en una mano y sus partes desnudas sin saberlo, Ziyad se encaminó a su tienda.




GUSTAVO ARITTO
©2009


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[1] El sinsimiyya, una lira de cinco cuerdas muy frecuentada por los beduinos del desierto en Medio Oriente. Los temas de su música y su poesía suelen reflejar sus actividades cotidianas. Hay canciones para el abrevado de los animales; otras para alejar a los espíritus malignos del desierto que son cantadas por los guías de las caravanas, y otras para salir a pescar. Llamadas comúnmente yamania, se cree que tienen un poder extraordinario y están relacionadas con la práctica del exorcismo.
[2] Nombre originario de la moderna ciudad siria de Alepo; su étimo remonta a halib (“leche”, en árabe), en memoria de Abraham, quien, según la tradición, ordeñó su vaca en el centro de lo que transformó en ciudadela, sede de la famosa “Mezquita de Abraham”.
[3] Cfr. El vino del olvido”, de Hafiz (Muhammad Shamsuddín; Shiraz, actual Irán, 1320-1389).

  

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