“… llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino…”
Para los marginales que sufrimos de una visión “esotérica” de la vida, cada día debería encerrar las claves de un descubrimiento nuevo, la entonación apenas audible de un enigma nunca antes activado en nuestra imaginación. Para el alarde “exotérico” están los millonarios Parlamentos de los demócratas, los diarios obedientes, los presagios bursátiles, el último aviso publicitario, la última invasión. Lo Otro, lo que late detrás de la acalorada refriega humana que nos reduce un poco más, de la mañana a la noche, a ejemplares anónimos de la “tecnología de punta” de la masificación, el desarraigo y la tristeza, aquello Otro, digo, defiende celosamente sus secretos, confiado en la alquimia silenciosa y opaca que volverá a transmutarlo - evocando a E. Banchs -, “sin hacer señas ni hacer ruido”, en oro prístino hacia el Ocaso. Una drástica equivalencia existencial cifra nuestra aventura íntima en el planeta azul: todo lo que está vivo se transforma, y si algo no se transforma es porque está muerto. Por eso, ante el paisaje que hoy habita la humanidad, congelado en su creciente acidia, en su ansiedad y su incalculable vacío, Don Quijote y su estoria pueden resultar (una vez más) un antídoto invaluable.
De las muchas y brillantes páginas que he leído sobre el Quijote pocas hacen verdadero hincapié en la visión de la vida como juego que, según yo lo siento, imanta el libro. Está la angustiada experiencia del ser-en-el-mundo de Unamuno, quien confundió al hidalgo manchego con su propia sombra exasperada. Está el Alonso Quijano fatalmente bibliómano de Borges, “que, como yo, nunca salió de su biblioteca”. Está la muy española lección del vencido, la del desengañado retorno barroco de León Felipe. Está la universal consagración del loco que sucumbe al constatar que su reino no es de la tierra… Por mi parte, nada hay de revolucionario en el héroe de la Triste Figura: don Quijote jamás intenta cambiar el mundo sino, más bien, restituirle su perdida entidad sagrada. Y si bien es cierto que su empresa descansa en haber transformado sus días en una obra de arte (un romance medieval, es decir, un laxo relato sin límites precisos de ningún tipo escrito en lengua vernácula), es, creo, la idea de espontánea creatividad liberadora - y no la de mero artificio poético - lo que mejor parece expresar el ultimátum dado a nuestro actual tiempo de catástrofe. Y ello es así porque en el centro de esa desolada arcilla que es don Quijote hay escondido un niño incondicional y, muy en su fondo, invulnerable. Tomando distancia de la tradición que sólo podía extraer alguna sabia consolación misantrópica del derrotado, cara al endémico “desengaño” contrarreformista, Cervantes no suelta jamás del todo a ese pequeño ser olvidado, lleno de pavor inducido y de entusiasmo natural, que sobrevive, sin notarse a sí mismo, en el corazón metafísico de su ridículo caballero andante. El Quijote bien puede ser contemplado (y efectivamente lo fue) como un largo y sinuoso itinerario seguido a fin de esquivar el rostro incansable de la muerte, asunto que, al igual que la sexualidad, no termina de plantearse nunca extramuros del taboo. Prueba del aliento que el autor le confiere a esa tierna criatura invisible hasta el amargo final al que arrastra al melancólico hombre que “frisaba con los cincuenta años”, es la decisión tomada por éste cuando ya las fuerzas de su imaginario enajenado comienzan a ceder frente a la “realidad”. Cervantes no disimula su urgencia ni dilata su aparición como signo escrito. El capítulo LXVII de la segunda parte lleva por título: “De la resolución que tomó don Quijote de hacerse pastor y seguir la vida del campo en tanto que se pasaba el año de su promesa…” Cuesta creer que el personaje no sea consciente de su derrota; sin embargo, aun en el tramo final de un proceso que, no exento de hiatos y saltos bruscos, había sido detonado acaso con “la extraña aventura… con el carro o carreta de Las cortes de la Muerte” (II, cap. XI) (cuyo nefasto “agujero negro” es justamente la palabra que sella una cosmovisión: “… y ahora os digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño…”), y se ve sentenciado con el famoso descenso a la cueva de Montesinos (II, caps. XXII y XXIII). Así, pues, como anticipándose a los malos agüeros que les salen al encuentro al merodear la aldea, don Quijote anuncia a Sancho su “resolución”: "Yo compraré algunas ovejas, y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos…” . Y no conforme con esta compensación poética, Cervantes se obceca en que ella irradie su amarga luz mortecina cuando, finalmente asistido en su casa por el bachiller Sansón Carrasco y el cura, “les hacía saber que lo más principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les vendrán como de molde”. Y se añade: “Díjole el cura que los dijese. Respondió don Quijote que él se había de llamar el pastor Quijotiz; y el bachiller, el pastor Carrascón; y el cura, el pastor Curambro; y Sancho Panza, el pastor Pancino.” A riesgo de resultar demasiado taxativo, me pregunto si no está casi todo el volumen de 1615 (la Parte II) dominado por una historia posible de dos hombres (caballero y escudero) que juegan a creer, a entregarse en libertad al azar apasionante que burla los artilugios desconocidos de cualquier sabio encantador. Arropado, como siempre, por la música redentora de los nombres, quien a poco más resignará su sueño en el umbral de la muerte para conformar a los que lo sobrevivirían para aburrirse, se toma, empero, el año impuesto por el falso Caballero de la Blanca Luna como salvoconducto para que su “niño interno” siga vivo en alguna parte. Verdad es que no damos crédito a su convicción; pero también es cierto que Sancho Panza ya ha sido ilusionado por el “virus”, ya ha transpuesto con él el portal que lleva a Lo Otro y a abandonar el tedioso territorio de Lo Mismo, y aun no siendo capaz de advertir la derrota, sí presiente sus consecuencias. Ambos quieren seguir jugando, sin saber muy bien a qué, pero no importa. Intuyen lo terrible de corregir el equívoco fascinante que movió su interminable conversación de venta en venta, de bosque en bosque, de sinrazón en sinrazón, de mentira en mentira…
Yo descreo de modo tajante de que una obra de arte comunique; el arte no comunica, expresa. De ahí que nunca haya caído en la tentación de esperar mensajes en un texto literario (salvo los encubiertos sobre la naturaleza y las tácticas de la obra). No ahondaré ahora en el porqué, me exigiría exponer, argumentar, opinar… y ello malograría la magia de esta aproximación emocionada a un cosmos pleno de vigor y de difícil alegría interior. Sólo agregar que cuánto necesitamos hoy de la alegría y el vigor de nuestro niño íntimo, cuán diferente sería la “derrota” cotidiana que sufrimos como algo inexorable y persistente si le confiriéramos, a la luz de Cervantes y su sueño abierto y siempre por completarse, el derecho a extraer oro prístino aun del más vil metal fundido en la horma de ese resquicio colosal que llamamos nuestro destino, o sea, del personal desafío a continuar creando y recreándonos a despecho del mundo, su ethos impostado y su Orden.