11 de abril de 2009

Cuando seamos niños

W. Wordwoth nos susurra convencido que "el niño es el padre del hombre adulto". Aun más fama ganó seguramente la sentencia de B. Shaw, quien supo descifrar nuestra triste, temerosa y reseca acidia de adultos civilizados advirtiéndonos que el hombre no deja de jugar porque se vuelve viejo sino que se vuelve viejo porque deja de jugar... Yo, omo muchos otros desengañados del mundo, no reparo en madureces a la hora de defender a mi "niño herido" interior, ese cuya vida late sofocada o atrofiada por el gran engaño de la empresa personal y las falsas "etapas" que hacemos nuestras por miedo. Condescendientes con aquello que nos va marchitando de a poco, resignamos el jardín del tiempo que se abría con la espontaneidad de una flor, del satori exaltado por el zen. Mi niñez está poblada de luz, de espectros cromáticos y sonoros, de canciones y de disfraces, de territorios nunca agotados que no supieron distinguir entre "lo natural" y "lo artificial" para alojar la fantasía compartida de mis cofrades en el templo eterno de la aventura infantil de hacerse de cuenta. Dos estrellas me alumbraron entonces. Un álbum de figuritas: su tersa magia nos convocó, durante años, a cuatro o cinco "iniciados": "Blancanieves y los siete enanitos". Una película cuya sugestión hecha de música y de transfiguraciones no me abandona hoy: The sound of Music (La novicia rebelde o Sonrisas y lágrimas), maravillosa recreación que de la comedia musical original de R. Rogers y O. Hammerstein II logró el director Robert Wise en 1967. Como yo a Marguerite Yourcenar le creo casi todo, agradezco a "el testaferro de Dios" (por otro nombre, el azar) el que haya bendecido al hombre que lentamente o a los saltos fue creciendo en mí con la figurita 1 de aquel álbum encantado. Nadie más en este mundo ancho y ajeno (me hace bien sospecharlo) tiene ese trozo milagroso de papel imantado por un Hada donde Blancanieves vive con sus siete dáimones a la luz de las estrellas. Un pájaro presto a perderse en el horizonte de mi mente puede llevarles cualquier recado, cualquier nueva buena de este lado del universo, en cuanquier momento, dormido yo o despierto. No he podido (y quizás no he querido) descifrar ese atávico "mandala" cuya invisible curva, cuyo centro renuente a toda geometría, saben de mí tanto como Dios, que conoce el revés, que debe resignarse a maginar lo que es aguardar una revelación, gozar de la emocionada expectativa de descubrirse de nuevo en el propio rostro del comienzo. El rostro que era también la cara de un presagio, la huella inicial borrada o desvirtuada por la ciencia morbosa, miserable, de la sociedad humana, esa que, con paciencia mansa y tenaz, el zorro intentó exitosamente hacer "desaprender" al Principito. Sí. Porque lo esencial de mi mandala primordial, lo esencial de la balada más hermosa jamás escrita, "Edelweiss", sigue siendo invisible a los ojos que traicionaron al niño que miró todo por primera vez. Mi libro La espiral de fuego... se cierra con la danza de un poema que dediqué a Rogers & Hammerstein II; su título no puede ser más vulgar: "Alegría de vivir". Dejo a continuación fragmentos del final:



(...)


Entonces, nos les pidas oráculo a los dioses;
ellos se han puesto viejos, duros y amargados
de conocerse tanto y tanto a Sí Mismísimos.
Guarda tu rosado relámpago
de ese anémico tedio.
Sé tu runa ilegible;
los higos en el ave que tu augur descifre.
Sé tu misterio...

¿No es acaso lo nuestro equivocarnos,
errar para aprender a errar sin repetirnos?

Había una vez un niño y una playa,
un pescador y el muelle y el otoño.
Lo observaba:
de la resaca al médano, y del médano
de vuelta con su balde a desafiar la espuma.
«¿Puedo jugar contigo?», le pregunta,
barba hecha de años y de sal.
« No estoy jugando ahora »,
replica el niño, tardo, atento a la rompiente,
« Estoy vaciando el mar...
»[1]

« ... Al Don – al Don... »


¿De madurar me hablabas?
¿Y de eso de que es hora de sen
tar
ca
be za ?

Yo quiero madurar al sol, como el ciruelo,
que se entrega a las manos de la noche
con la sangre en la piel
(tan sin saberlo),
algo más dulce, sí, algo más tierno
(así, sin darse cuenta)...


« ... Al Don – al Don – al Don Pirulero... »

¡Hagamos la fogata
con la bruja de trapo en ronda entre los choclos,
hasta tiznar los cuernos celosos de la luna
y hacer resucitar las calabazas!


« ... Cada Cual – cada Cual... »
« Adiós», le susurré a mi sombra,
ya no me sigas :
quiero, como el ciruelo,
que no anide en mis ramas
la memoria que acorta los caminos.
Si no quedó la huella,
si mis pasos se olvidan
de mis pasos,
entonces no hay regreso para mí
que no sea (¿me escuchas?),
que no sea también una partida »

« ... y El Que no – y El Que no... »
(...)

Si te encuentras con él (son azules sus sienes ),
dile que ya entendí;
y si vienes –qué sé yo- a las cuatro de la tarde,
comenzaré a ser feliz
desde las tres. [2]




[1] Se atribuye a San Agustín una versión original de este breve apólogo. [2] Es versificación libre de: « Si tu viens, par exemple, à quatre heures de l'après-midi, dès trois heures je commencerai d'être heureux. » A. de Saint-Exupéry, El Principito, XXI. (Trad. del A.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario