Cuando leo a Kafka, dos impactos siento en mi psiquis y en mi cuerpos (eternos aliados): que Dios está ahí y es un amor tan inevitable como inaccesible; que no hay nada menos confiable, más temible, que el hombre. Su atroz ventaja sobre su Hacedor parece ser, sin embargo, su condición de efímera luciérnaga, saberse el fósil de un sueño rosado y caliente capaz de sufrir y dejarse destruir por vocación. La sombra (y la luz) del genial Kafka vuelven siempre, sin avisar, a remover y erizar las pesadillas que pueblan nuestra vigilia. Son las peores, ya que tratan con fenómenos, no con noúmenos; una vez de regreso ahí, somos la inminencia de algo desconocido y monstruoso, y en el umbral de la aventura espeluznante estamos indefectiblemente solos (como Dios...). Dado el primer paso hacia nuestro abismo, no hay redención posible. El oscuro Khaos, aquel agujero negro debajo al que el hombre griego prefirió no asomarse, no es, entonces, sino nuestra propia psyché, mariposa inmortal torturada en un cuerpo imantado por Eros.
Cierto día tuve una visión, y pronto esa visión se transformó en una imagen posible del escritor checo. La huella de aquel trance es lo que reproduzco abajo:
EL PRECIPICIO
A Franz Kafka
La muralla se acerca, simula, nos rodea;
guantes que nunca vimos la urden en secreto.
Respira a espaldas nuestras el hoyo sordo, inquieto:
“¡Auxilio!...”, ululan otros que olvidó la polea…
No hay lugar para el monstruo que suplica ternura;
somos su pesadilla, su vergüenza deforme.
No hay tiempo para él, y no hay nadie que informe
si preparan la quema, si ya somos basura…
Está aquí mi abogado y trae lista la almohada
para ahogarme en mi cárcel y demorar el juicio:
mañana es el pseudónimo que eligió la mentira…
Somos los cerrajeros sin rostro de la nada;
y el ojo los buitres, allá en el precipicio,
sabe que es Dios que tarda, tarda y es Dios que expira.
G. A., 2003
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Imagen: fotografía de Leszek Bujnowski
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