6 de abril de 2009

Nuestro antiguo "nuevo mundo fascinante"




No estamos solos, no lo estuvimos nunca. Incalculables velos de discursos, de redes tejidas con palabras, nos impiden retomar contacto con quienes una vez fuimos en el origen. La piedra angular de toda civilización miente en la oscuridad inviolable tres o cuatro sustantivos que permiten cimentar sus columnas y mantenerlas en pie hasta que otros sustantivos usurpen la cámara. Si no me equivoco, Nietzsche atisbó algo por el estilo.
El siglo XXI, sellado por la energía expansiva y radiante de Acuario, trae otras premisas. El velo virginal de Piscis ya ha cumplido su misión de guardar el Secreto sólo accesible a quienes lo mereciesen o fuesen inocentemente “elegidos”. No se trata ahora de perseverar en la fe, de resistirse a claudicar en el acto apremiante de creer; se trata de haber sido capaces de activar el Cristo interno mediante actos. Ésa es, creo, la “segunda venida” del Hijo de Hombre, huésped anhelado de la Casa del Aguatero, la nuestra, la de la remanente y agotada raza adámica que sigue buscando en sus pesadillas la noche de pirámides de los atlantes sin comprender muy bien lo que busca. Como perpleja ante el tétrico vórtice de destrucción y regeneración donde nos perdemos, desaparecemos, regresamos cíclicamente, la Eternidad, hermano, nos recuerda aguardando el próximo viaje en las Pléyades o en Arcturus o en la misteriosa matriz de Orión, el cazador…
Cuando contemplo la hermosa libertad desprejuiciada del caballito blanco de Uffington sé que me falta mucho aún para lograr la consumación de la "gran Obra" alquímica que, con estusiasmada convicción, defendió Jung: "Llega a ser el que eres...". A propósito de llegar a ser y el "brave new world", mundo tan maravilloso como espeluznante, que, como a Miranda en la isla de su padre, nos desafía hoy, escribí lo que sigue:



AL CABALLO BLANCO DE UFFINGTON[1]



“… mis párpados desfallecen y se cierran, y mi boca se seca
y queda amarga, temblores recorren mi cuerpo
y mi cabello se eriza con horror…”

Bhagavad Gita, I, 28




¿Por qué declive oculto
de aquel verde valle olvidado en nuestro origen
llegaste galopando a la colina?
Blanca tu crin al viento,
tu cola mansa y tus orejas yertas,
sin sombra que te siga,
así, frágil y ufano, inquietas el vacío
que al irse nos dejó bajo la luna
la diosa[2] que arrojó su llave a los druidas…

Miedo de rojo pedernal:
el hacha que seguimos con los ojos
hasta verla caer
sobre nosotros y mojar la tierra…
De rojo hierro hipócrita:
la Espada atravesando todos los escudos,
la hoja del Alfanje santo y, de rodillas,
el Velo y la verdad…
O el silbido de plomo,
la mira en nuestra nuca,
derribando de lejos,
cobarde como un dios en bancarrota…

Golpes de tétrico tambor,
rabia de cepos.
Camino entre las uñas brotadas en los muertos
que nadie va a enterrar,
las bocas donde fueron a anidar las ratas,
la madre que amamanta
un cangrejo deforme y voraz,
clones espermutantes,
tubérculos fetoides,
osteopolillas de alas de plutonio,
estrangulabios marchitando un beso
de ultraletal violeta…
Mi pie descalzo pisa
el pétalo negrusco de una lengua,
la lava que trepó sus venas de cristal,
y siente, hasta la helada médula,
los dientes de la trampa…

Una racha con voz de niño
se levantó de pronto de una fosa…

A no dormirse: de un momento a otro
los Ángeles Guardianes
descenderán sin rostro entre las nubes
cargados de racimos.
Para avivar el fuego
de ese tumulto herido de furiosa ceniza
nos reclutaron como mercenarios.
¿Quién era el enemigo?
¿Quién declaró la guerra? ¿Estaba yo ahí?
¿Fue ayer? ¿Hoy? ¿Hace años?...
No importa, da lo mismo:
¿quién se acuerda?
Todas las guerras son la misma guerra,
y es una la batalla,
una y la misma es…
Los Grises soterrados,
ellos, que funden sordos arsenales,

y Nedalníb, el tránsfuga,
debelarán los golfos y las torres…






¿Por qué declive oculto
de aquel verde valle olvidado en nuestro origen
llegaste galopando a la colina,
blanco caballo amigo?
Algo que no quisimos escuchar
nos susurra la música
de tu esquiva silueta tendida en la ladera.
El Ocaso impetuoso del solsticio
dilata su misterio sin bordes en mi sueño.
Allí nos reuniremos,
mi sombra, tú y yo,
allí, como hace siglos,
cuando te falte el sol y te reanime la luna.
Intacto y sin esfuerzo,
igual que una caricia
me confiarás de nuevo tu íntimo secreto,
hecho del silencioso amor
que no han envilecido las palabras.
YAM… YAM… YAM… YAM…[3],
resuena ya en el tímpano del bosque
la voz inmemorial de tus encinas.
Y libre de la antigua prisión de los espejos,
oigo en tu grácil galope el vaticinio
del eco que remonta una espiral azul:
KSHAM… KSHAM…, es el conjuro[4],
KSHAM… KSHAM..., es la señal…

¿Me atreveré a seguirte hasta la orilla,
tierno heraldo del tiempo del gran Escanciador?[5]
¿A olvidar el camino,
el mundo que se extingue en un gemido
de bellotas de uranio?
¿Me atreveré esta vez
a abrir el puño y arrojar la llave,
y como un niño desnudo a lomos del viento
donde germina el trueno,
saltar con el relámpago al vacío?



1 El Caballo Blanco de Uffington (Uffington White Horse): uno de los más antiguos pictogramas hollados por manos desconocidas en el sur de Inglaterra. Ubicado en Berkshire, en el mismo valle donde se alza la adyacente Colina del Dragón (Dragon Hill), su vecindad al castillo de Uffington le da nombre. Enmarcada en el culto de la tribu Belga de Britania, su edad se calcula en 3.000 años aproximadamente. El grabado de cal ha sido atribuido asimismo a Hengist, el jefe de las hordas de anglos y sajones del siglo V d. C. En su extenso poema The Ballad of the White Horse (La balada del Caballo Blanco), G. K. Chesterton lo convirtió en un motivo épico en torno a la figura del rey sajón Alfred y su gesta cristiana contra los daneses (finalizada en 871 d. C.).
2 Epona, divinidad femenina adorada por el pueblo celta con atributos y denominaciones diversas, de la que se sugiere sería, en Inglaterra, una evocación el Caballo Blanco. Siempre en conexión con la figura equina, estuvo asociada la fertilidad y las cosechas, el medio acuático y el umbral entre la vida y la muerte (la llave que alternativamente aparecía en su mano era símbolo de esto último). Epona fue Edain en Irlanda, y Rhionne en Gales. Los romanos tuvieron en la exótica Cibeles un equivalente.
3 Mantra principal de activación del chakra cardíaco (ANAHATA: intacto), ubicado en el centro del tórax, cuya expresión glandular es el timo. El vórtice del cuarto chakra despliega o inhibe la capacidad de amar y ser amado, de experimentar sentimientos, propiciando el sacrificio del ego y la conexión con todo lo vivo en su calidad de semejante. Su gema afín es la malaquita verde. Su energía se corresponde con el espíritu de entrega y sacrificio de la Era (cristiana) de Piscis que acaba de concluir.
4 Mantra principal de activación del chakra frontal o “tercer ojo” (AJNA: saber, percibir). Es esencialmente el centro de la visión trascendente y premonitoria, la visualización y de la expansión de la conciencia, comprensión conceptual y creatividad, voluntad de concreción. Su tonalidad asociada oscila entre el índigo y el añil, y su gema es la amatista. Su actividad es afín a la Era de Acuario, en la que la experiencia trascendente del amor “místico” ya ha dado frutos; el nuevo desafío para la humanidad, entregada ahora a la “religión del amor universal” y el desapego frente mundo material, es la evolución por el Conocimiento. Los Niños Índigo son sus prototipos (y los Cristal su subsiguiente manifestación crística).
5 El Escanciador de agua o Acuario.




¿Te has detenido alguna vez, amigo, en la misteriosa imagen del caballito blanco sobre la verde pradera de Uffington? Tal vez una misma magia nos hermane aun más...






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