A PROPÓSITO DE UNA VISIÓN DE RAY BRADBURY
EL SIGLO XXI Y LAS
HOGUERAS DE LA MEMORIA:
¿HACIA UNA
CIVILIZACIÓN DEL OLVIDO?
No pudo ser una secuela de la improvisación el que Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 22 de agosto de 1920 - Los Ángeles, California, 5 de junio de 2012) hubiese expresado
su deseo de que en su epitafio figurase como única inscripción “Author of Fahrenheit 451” (“Autor de Fahrenheit
451”). El hecho quizás dé parejo abrigo a una decisión entre las más
íntimas de cualquier hombre, y también a un gesto de tierna ironía a la
civilización que iba a dejar atrás con su muerte. De su pluma elegíaca y humana han recibido un
contundente impulso poético la narrativa fantástica, la del horror y la (por él
no demasiado asumida) de ciencia ficción en su vertiente más soft (es decir, menos preocupada por los
alcances de la evolución tecnológica y sus siniestras operaciones sobre la
naturaleza – cara a la hard
scienty-fiction - que por la eterna exploración metafísica, psicológico-moral
y social). Fue gracias a la pulsión de sus visiones que pude gozar de sus
relatos, como casi todo el mundo, desde mis años de adolescente. Su imaginario
produjo antiutopías (o distopías, en terminología más reciente)
cuya razón de ser descansa, creo, en dos fuentes míticas fácilmente
reconocibles aquí y allá: la del Paraíso perdido y la de la figura de Proteo,
ambas, expandidas, extrapoladas, selladas por una rica variedad de metáforas
fabulísticas. Sin embargo, seguramente habrá quienes puedan matizar o incluso
refutar aspectos limitantes de lo que acabo de afirmar. Yo me repliego a los
ojos de muchacho con que descubrí sus oníricos viajes de Retorno a la propia
verdad interior, los vaivenes y las mutaciones de lo que ilusamente entendemos
por “realidad”, y el núcleo divino de nuestra identidad, siempre menesterosa
del Otro que nos espeja para hallar sus rasgos definitorios, y todo ello,
dominado por la dignidad de lo que lucha por perseverar en su ser, de lo que no
teme al ridículo y reconoce su extraviada ternura original sin renuencias. Siento
que su inspiración y su estética echaron dichosamente raíces en tierra
romántica.
No sé qué en hogueras arderán los “libros” del siglo XXI. Presiento,
sí, que la deplorable maquinaria político-económica-religiosa de dominación y
control del pensamiento y (como inmediatamente me apuntarían Foucault, Deleuze o Baudrillard) del cuerpo del Otro en tanto miembro
potencial del “grupo de riesgo” para el Sistema, habrá descubierto muy pronto
que el gran peligro milenario que conllevó la escritura se ha desplazado,
gracias a la irreprimible energía de Acuario, al santuario interior del nuevo
espécimen humano. Por eso, y a propósito de este triste obituario que nos
recuerda el fallecimiento en junio pasado del “Autor de Fahrenheit”, su crónica
de la desventura del bombero Montag (aparecida en 1953) se me revela hoy (tomando prestada la metáfora que genialmente José Ma. Morente aplicó a las jarchas mozárabes) como
una simbólica “luciérnaga” novelística, un libro cuya luz más preciosa yace al
final, alumbrando, con la fugacidad y la certeza de toda intuición, nuestro
futuro próximo. ¿Surgirán en el planeta de la civilización en ciernes los
“hombres-libro” de su fantasía? ¿En qué sentido y medida transformaría nuestra
tramposa existencia el que lo que llamábamos “civilización” o, en su perfil más
constructivista, “cultura”, quede librado a la facultad humana de olvidar y
recordar? ¿Qué relaciones habría entre escuchar, recordar, conocer y ser? ¿Existirá lo histórico más
allá del papel condenable al fuego purgativo? Si el dios de la escritura ha
muerto, ¿qué inaudito “dios” debería reemplazarlo? Ni la "Hiperconciencia" ubicua en el polifónico Ulises, de Joyce, ni la onanística desgracia del Funes, de Borges, ni los ecos eternos que pueblan la Comala de Rulfo, ni las divagaciones de los lingüistas que robotizaron a Chomsky, ni los "filósofos" deconstruccionistas de la tradición nos han legado (lo creo hasta ahora al menos) respuestas airosas. Tal vez deberíamos volver a consultar a la Sibila de los tiempos antiguos, a Ella que fue voz de otros dioses algo más creíbles que los de la posmodernidad, para merecer algún destello de verdad.
El silencio, ese bien tan
amado y celebrado por Bradbury, quiere entenderse ahora con unas páginas que,
por el momento, ningún poder secular de la Tierra parece haber logrado entregar
a las llamas.
Gustavo Aritto
Fulgores finales de la
“luciérnaga Fahrenheit 451”
“-¡Ahí está Montag! ¡La persecución
ha terminado!
El inocente permaneció atónito; un
cigarrillo ardía en una de sus manos. Se quedó mirando al Sabueso, sin saber
qué era aquello. Probablemente, nunca llegó a saberlo. Levantó la mirada hacia
el cielo y hacia el sonido de las sirenas. Las cámaras se precipitaron hacia el
suelo. El Sabueso saltó en el aire con un ritmo y una Precisión que resultaban
increíblemente bellos. Su aguja asomó. Permaneció inmóvil un momento, como para
dar al inmenso público tiempo para apreciarlo todo: la mirada de terror en el
rostro de la víctima, la calle vacía, el animal de acero, semejante a un
proyectil alcanzando el blanco.
-¡Montag, no te muevas! -gritó una voz desde
el Cielo.
La cámara cayó sobre la víctima,
como había hecho el Sabueso. Ambos le alcanzaron simultáneamente. El hombre fue
inmovilizado por el Sabueso y la cámara chilló. Chilló. ¡Chilló!
Oscuridad.
Silencio.
Negrura.
Montag gritó en el silencio y se
volvió.
Silencio.
Y, luego, tras una pausa de los
hombres sentados alrededor del fuego, con los rostros inexpresivos, en la
pantalla oscura un anunciador dijo:
-La persecución ha terminado,
Montag ha muerto, Ha sido vengado un crimen contra la sociedad. Ahora, nos
trasladamos al Salón Estelar del «Hotel Lux», para un programa de media hora
antes del amanecer, emisión que…
Granger apagó el televisor.
-No han enfocado el rostro del
hombre. ¿Se ha fijado? Ni su mejor amigo podría decir si se trataba de usted.
Lo han presentado lo bastante confuso para que la imaginación hiciera el resto.
Diablos -murrnuró-. Diablos...
Montag no habló, pero, luego,
volviendo la cabeza, permaneció sentado con la mirada fija en la negra
pantalla, tembloroso.
Granger tocó a Montag en un brazo.
-Bien venido de entre los muertos.
-Montag inclinó la cabeza. Granger prosiguió-: Será mejor que nos conozca a
todos. Este es Fred Clement, titular de la cátedra Thomas Hardigan, en
Cambridge, antes de que se convirtiera en una “Escuela de Ingeniería Atómica”.
Este otro es el doctor Simmons, de la Universidad de California en Los Ángeles,
un especialista en Ortega y Gasset; éste es el profesor West que se especializó
en Ética, disciplina olvidada actualmente, en la Universídad de Columbia. El
reverendo Padover, aquí presente, pronunció unas conferencias hace treinta años
y perdió su rebaño entre un domingo y el siguiente, debido a sus opiniones.
Lleva ya algún tiempo con nosotros. En cuanto a mí, escribí un libro titulado
Los dedos en el guante; la relación adecuada entre el individuo y la sociedad
y... aquí estoy. ¡Bien venido, Montag!
-Yo no soy de su clase -dijo
Montag, por último, con voz lenta-. Siempre he sido un estúpido.
-Estamos acostumbrados a eso.
Todos cometimos algún error, si no, no estaríamos aquí. Cuando éramos
individuos aislados, lo único que sentíamos era cólera. yo golpeé a un bombero
cuando, hace años, vino a quemar mi biblioteca.
Desde entonces, ando huyendo.
¿Quiere unirse a nosotros, Montag?
-Sí.
-¿Qué puede ofrecemos?
-Nada. Creía tener parte del Eclesiastés, y tal vez un poco del de la Revelación, pero, ahora, ni siquiera me
queda eso.
-El Eclesiastés sería magnífico. ¿Dónde lo tenía?
-Aquí.
Montag se tocó la cabeza.
-¡Ah! -exclamó Granger, sonriendo
y asintiendo con la cabeza-.
-¿Qué tiene de malo? ¿No está
bien? -preguntó Montag.
-Mejor que bien; ¡perfecto!
-Granger se volvió hacia el reverendo-. ¿Tenemos un
Eclesiastés?
-Uno. Un hombre llamado Harris, de
Youngtown.
-Montag -Granger apretó con fuerza
un hombro de Montag-. Tenga cuidado. Cuide su salud. Si algo le Ocurriera a
Harris, usted sería el Eclesiastés.
¡Vea lo importante que se ha vuelto de repente!
- ¡Pero si lo he olvidado!
-No, nada queda perdido para
siempre. Tenemos sistemas de refrescar la memoria.
-¡Pero si ya he tratado de
recordar!
-No lo intente. Vendrá cuando lo
necesitemos. Todos nosotros tenemos memorias fotográficas, pero pasamos la vida
entera aprendiendo a olvidar cosas que en realidad están dentro. Simmons, aquí
presente ha trabajado en ello durante veinte años, y ahora hemos perfeccionado
el método de modo que podemos recordar dar cualquier cosa que hayamos leído una
vez. ¿Le gustaría algún día, Montag, leer La
República de Platón?
-¡Claro!
-Yo soy La República de Platón. ¿Desea leer Marco Aurelio? Mr. Sirnmons es
Marco.
-¿Cómo está usted? -dijo Mr.
Simmons-.
-Hola -contestó Montag-.
-Quiero presentarle a Jonathan
Swift, el autor de ese malicioso libro político, Los viajes de Gulliver. Este otro sujeto es Charles Darwin, y aquél
es Schopenhauer, y aquél, Einstein, y el que está junto a mí es Mr. Albert
Schweitzer, un filósofo muy agradable, desde luego. Aquí estamos todos, Montag,
Aristófanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock,
Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan.
-No es posible -dijo Montag-.
-Sí lo es -replicó Granger,
sonriendo-. También
nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los
encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos
viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por ella.
Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la
cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos
fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine,
Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y
ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está
allí, envuelta en su abrigo de un millar
de colores. ¿En qué piensa, Montag?
-Pienso que estaba ciego tratando
de hacer las cosas mi manera, dejando libros en las casas de los bomberos y
enviando denuncias.
-Ha hecho lo que debía. Llevado a
escala nacional hubiese podido dar espléndidos resultados. Pero nuestro sistema
es más sencillo y creemos que mejor. Lo que deseamos es conservar los
conocimientos que creernos habremos de necesitar, intactos y a salvo. No nos
proponemos hostigar ni molestar a nadie. Aún no. porque si se destruyen, los
conocimientos habrán muerto, quizá para siempre. Somos ciudadanos modélicos, a
nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormirnos en las colinas,
por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en
cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que
pueda comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada.
Algunos de nosotros hemos sido sometidos a cirugía plástica en el rostro y en
los dedos. En este momento, nos espera una misión horrible. Esperamos a que
empiece la guerra y, con idéntica rapidez, a que termine. No es agradable, pero
es que nadie nos controla. Constituimos una extravagante minoría que clama en
el desierto. Cuando la guerra haya terminado, quizá podamos ser de alguna
utilidad al mundo.
-¿De veras cree que entonces
escucharán?
-Si no lo hacen, no tendremos más
que esperar. Transmitiremos los libros a nuestros hijos, oralmente, y dejaremos
que nuestros hijos esperen, a su vez. De este Modo, se perderá mucho, desde
luego, pero no se puede Obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo,
deberá acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado
bajo ellos. Esto no puede durar.
-¿Cuántos son ustedes?
- Miles, que van por los caminos, las vías férreas
abandonadas, vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior. Al
principio, no se trató de un plan. Cada hombre tenía un libro que quería
recordar, y así 1o hizo. Luego, durante un período de unos veinte año, fuimos
entrando en contacto, viajando, estableciendo esta organización y forzando un
plan. Lo más importante que debíamos meternos en la cabeza es que no somos
importantes, que no debemos de ser pedantes. No debemos sentimos superiores a
nadie en el mundo. Sólo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrínseco. Algunos de nosotros viven en pequeñas
ciudades. El Capítulo 1 del Walden,
de Thoreau, habita en Green River, el Capítulo II, en Millow Farm, Maine. Pero
si hay un poblado en Maryland, con sólo veintisiete habitantes, ninguna bomba
caerá nunca sobre esa localidad, que alberga los ensayos completos de un hombre
llamado Bertrand Russell. Coge ese poblado y casi divida las páginas, tantas
por persona. Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán
ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo
que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que,
quizá, debamos repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del
hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que
debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.
-¿Qué hacemos esta noche?
-preguntó Montag---.
-Esperar -repuso Granger-. Y
desplazarnos un poco río abajo, por si acaso.
Empezó a arrojar polvo y tierra a
la hoguera.
Los otros hombres le ayudaron, lo
mismo que Montag, y allí, en mitad del bosque, todos los hombres movieron sus
manos, apagando el fuego conjuntamente.
[…]
-Hubo un pajarraco llamado Fénix,
mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en
ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba,
resurgía de las cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo
mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la
maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que
hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo
conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas
piras funerarias y a arrojamos
sobre ellas. Cada generación habrá
más gente que recuerde.
Granger sacó la sartén del fuego,
dejó que el tocino se enfriara, y se lo comieron lenta, pensativamente.
-Ahora, vámonos río arriba -dijo
George- Y
tengamos presente una cosa: no somos importantes. No somos nada. Algún día, la
carga que llevamos con nosotros puede ayudar a alguien. Pero incluso cuando
teníamos los libros en la mano, mucho tiempo atrás, no utilizamos lo que
sacábamos de ellos. Proseguimos impertérritos insultando a los muertos.
Proseguimos escupiendo sobre las tumbas de todos los pobres que habían muerto
antes que nosotros. Durante la próxima semana, el próximo mes y el próximo año
vamos a conocer a mucha gente solitaria. Y cuando nos pregunten lo que hacemos,
podemos decir: «Estamos recordando.» Ahí es donde venceremos a la larga. Y,
algún día, recordaremos tanto, que construiremos la mayor pala mecánica de la
Historia, con la que excavaremos la sepultura mayor de todos los tiempos, donde
meteremos la guerra y la enterraremos. Vamos, ahora. Ante todo, deberemos construir
una fábrica de espejos, y durante el próximo año, sólo fabricaremos espejos y
nos miraremos prolongadamente en ellos.
Terminaron de comer y apagaron el
fuego. El día empezaba a brillar a su alrededor, como si a una lámpara rosada
se le diera más mecha.
En los árboles, los pájaros que
habían huido regresaban y proseguían su vida.
Montag empezó a andar, y, al cabo
de un momento, se dio cuenta de que los demás le seguían, en dirección norte.
Quedó sorprendido y se hizo a un lado, para dejar que Granger pasara; pero
Granger le miró y, con un ademán, le pidió que prosiguiera. Montag continuó
andando. Miró el río, el cielo y las vías oxidadas que se adentraban hacia
donde estaban las granjas, donde los graneros estaban llenos de heno, donde una
serie de personas habían llegado por la noche, fugitivas de la ciudad. Más
tarde, al cabo de uno o de seis meses, y no menos de un año, Montag volvería a
andar por allí solo, Y seguiría andando hasta que alcanzara a la gente.
Pero, ahora, le esperaba una larga caminata hasta el
mediodía, y si los hombres guardaban silencio era porque había que pensar en
todo, y mucho que recordar. Quizá más avanzada la mañana, cuando el sol
estuviese alto y les hubiese calentado, empezarían a hablar, o sólo a decir las
cosas que recordaban, para estar seguros de que seguían allí, para estar
completamente ciertos de que aquellas cosas estaban seguras en su interior. Montag sintió el leve cosquilleo
de las palabras, su lenta ebullición. Y cuando le llegara el turno, ¿qué podría
decir, qué podría ofrecer en un día como aquél, para hacer el viaje algo más
sencillo? Hay un tiempo para todo. Sí. Una época para derrumbarse, una época
para construir. Sí. Una hora para guardar silencio y otra para hablar. Sí,
todo. Pero, algo más. ¿Qué más? Algo, algo...
Y, a cada lado del río, había un
árbol de la vida,,,, con doce clases distintas de frutas, y cada mes entregaban
su cosecha; y las hojas de los árboles servían para curar a las naciones.
«Sí -pensó Montag-, eso es lo que
guardaré para mediodía. Para mediodía ... »
«Cuando alcancemos la ciudad.»”
De las páginas finales de Fahrenheit
451, III, Burning bright (Fuego vivo).
Imagen: Fotograma de la película Fahrenheit 451 (1966), dirigida por F. Truffaut.
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