29 de julio de 2012

LA MALDICIÓN DE BABEL (V): "FAHRENHEIT SIGLO XXI"


A PROPÓSITO DE UNA VISIÓN DE RAY BRADBURY





EL SIGLO XXI Y LAS HOGUERAS DE LA MEMORIA:
 ¿HACIA UNA CIVILIZACIÓN DEL OLVIDO?




No pudo ser una secuela de la improvisación el que Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 22 de agosto de 1920 - Los Ángeles, California, 5 de junio de 2012) hubiese expresado su deseo de que en su epitafio figurase como única inscripción “Author of Fahrenheit 451”  (“Autor de Fahrenheit 451”). El hecho quizás dé parejo abrigo a una decisión entre las más íntimas de cualquier hombre, y también a un gesto de tierna ironía a la civilización que iba a dejar atrás con su muerte.  De su pluma elegíaca y humana han recibido un contundente impulso poético la narrativa fantástica, la del horror y la (por él no demasiado asumida) de ciencia ficción en su vertiente más soft (es decir, menos preocupada por los alcances de la evolución tecnológica y sus siniestras operaciones sobre la naturaleza – cara a la hard scienty-fiction - que por la eterna exploración metafísica, psicológico-moral y social). Fue gracias a la pulsión de sus visiones que pude gozar de sus relatos, como casi todo el mundo, desde mis años de adolescente. Su imaginario produjo antiutopías (o distopías, en terminología más reciente) cuya razón de ser descansa, creo, en dos fuentes míticas fácilmente reconocibles aquí y allá: la del Paraíso perdido y la de la figura de Proteo, ambas, expandidas, extrapoladas, selladas por una rica variedad de metáforas fabulísticas. Sin embargo, seguramente habrá quienes puedan matizar o incluso refutar aspectos limitantes de lo que acabo de afirmar. Yo me repliego a los ojos de muchacho con que descubrí sus oníricos viajes de Retorno a la propia verdad interior, los vaivenes y las mutaciones de lo que ilusamente entendemos por “realidad”, y el núcleo divino de nuestra identidad, siempre menesterosa del Otro que nos espeja para hallar sus rasgos definitorios, y todo ello, dominado por la dignidad de lo que lucha por perseverar en su ser, de lo que no teme al ridículo y reconoce su extraviada ternura original sin renuencias. Siento que su inspiración y su estética echaron dichosamente raíces en tierra romántica.
No sé qué en hogueras arderán los “libros” del siglo XXI. Presiento, sí, que la deplorable maquinaria político-económica-religiosa de dominación y control del pensamiento y (como inmediatamente me apuntarían Foucault, Deleuze o Baudrillard) del cuerpo del Otro en tanto miembro potencial del “grupo de riesgo” para el Sistema, habrá descubierto muy pronto que el gran peligro milenario que conllevó la escritura se ha desplazado, gracias a la irreprimible energía de Acuario, al santuario interior del nuevo espécimen humano. Por eso, y a propósito de este triste obituario que nos recuerda el fallecimiento en junio pasado del “Autor de Fahrenheit”, su crónica de la desventura del bombero Montag (aparecida en 1953) se me revela hoy (tomando prestada la metáfora que genialmente José Ma. Morente aplicó a las jarchas mozárabes) como una simbólica “luciérnaga” novelística, un libro cuya luz más preciosa yace al final, alumbrando, con la fugacidad y la certeza de toda intuición, nuestro futuro próximo. ¿Surgirán en el planeta de la civilización en ciernes los “hombres-libro” de su fantasía? ¿En qué sentido y medida transformaría nuestra tramposa existencia el que lo que llamábamos “civilización” o, en su perfil más constructivista, “cultura”, quede librado a la facultad humana de olvidar y recordar? ¿Qué relaciones habría entre escuchar, recordar, conocer y ser? ¿Existirá lo histórico más allá del papel condenable al fuego purgativo? Si el dios de la escritura ha muerto, ¿qué inaudito “dios” debería reemplazarlo? Ni la "Hiperconciencia" ubicua en el polifónico Ulises, de Joyce, ni la onanística desgracia del Funes, de Borges, ni los ecos eternos que pueblan la Comala de Rulfo, ni las divagaciones de los lingüistas que robotizaron a Chomsky, ni los "filósofos" deconstruccionistas de la tradición nos han legado (lo creo hasta ahora al menos) respuestas airosas. Tal vez deberíamos volver a consultar a la Sibila de los tiempos antiguos, a Ella que fue voz de otros dioses algo más creíbles que los de la posmodernidad, para merecer algún destello de verdad.
El silencio, ese bien tan amado y celebrado por Bradbury, quiere entenderse ahora con unas páginas que, por el momento, ningún poder secular de la Tierra parece haber logrado entregar a las llamas.
  

Gustavo Aritto


Fulgores finales de la 
“luciérnaga Fahrenheit 451



“-¡Ahí está Montag! ¡La persecución ha terminado!

El inocente permaneció atónito; un cigarrillo ardía en una de sus manos. Se quedó mirando al Sabueso, sin saber qué era aquello. Probablemente, nunca llegó a saberlo. Levantó la mirada hacia el cielo y hacia el sonido de las sirenas. Las cámaras se precipitaron hacia el suelo. El Sabueso saltó en el aire con un ritmo y una Precisión que resultaban increíblemente bellos. Su aguja asomó. Permaneció inmóvil un momento, como para dar al inmenso público tiempo para apreciarlo todo: la mirada de terror en el rostro de la víctima, la calle vacía, el animal de acero, semejante a un proyectil alcanzando el blanco.
 
 -¡Montag, no te muevas! -gritó una voz desde el Cielo.

La cámara cayó sobre la víctima, como había hecho el Sabueso. Ambos le alcanzaron simultáneamente. El hombre fue inmovilizado por el Sabueso y la cámara chilló. Chilló. ¡Chilló!

Oscuridad.

Silencio.

Negrura.

Montag gritó en el silencio y se volvió.

Silencio.

Y, luego, tras una pausa de los hombres sentados alrededor del fuego, con los rostros inexpresivos, en la pantalla oscura un anunciador dijo:

-La persecución ha terminado, Montag ha muerto, Ha sido vengado un crimen contra la sociedad. Ahora, nos trasladamos al Salón Estelar del «Hotel Lux», para un programa de media hora antes del amanecer, emisión que…

Granger apagó el televisor.

-No han enfocado el rostro del hombre. ¿Se ha fijado? Ni su mejor amigo podría decir si se trataba de usted. Lo han presentado lo bastante confuso para que la imaginación hiciera el resto.

Diablos -murrnuró-. Diablos...

Montag no habló, pero, luego, volviendo la cabeza, permaneció sentado con la mirada fija en la negra pantalla, tembloroso.

Granger tocó a Montag en un brazo.

-Bien venido de entre los muertos. -Montag inclinó la cabeza. Granger prosiguió-: Será mejor que nos conozca a todos. Este es Fred Clement, titular de la cátedra Thomas Hardigan, en Cambridge, antes de que se convirtiera en una “Escuela de Ingeniería Atómica”. Este otro es el doctor Simmons, de la Universidad de California en Los Ángeles, un especialista en Ortega y Gasset; éste es el profesor West que se especializó en Ética, disciplina olvidada actualmente, en la Universídad de Columbia. El reverendo Padover, aquí presente, pronunció unas conferencias hace treinta años y perdió su rebaño entre un domingo y el siguiente, debido a sus opiniones. Lleva ya algún tiempo con nosotros. En cuanto a mí, escribí un libro titulado Los dedos en el guante; la relación adecuada entre el individuo y la sociedad y... aquí estoy. ¡Bien venido, Montag!

-Yo no soy de su clase -dijo Montag, por último, con voz lenta-. Siempre he sido un estúpido.

-Estamos acostumbrados a eso. Todos cometimos algún error, si no, no estaríamos aquí. Cuando éramos individuos aislados, lo único que sentíamos era cólera. yo golpeé a un bombero cuando, hace años, vino a quemar mi biblioteca.

Desde entonces, ando huyendo. ¿Quiere unirse a nosotros, Montag?

-Sí.

-¿Qué puede ofrecemos?

-Nada. Creía tener parte del Eclesiastés, y tal vez un poco del de la Revelación, pero, ahora, ni siquiera me queda eso.

-El Eclesiastés sería magnífico. ¿Dónde lo tenía?

-Aquí.

Montag se tocó la cabeza.

-¡Ah! -exclamó Granger, sonriendo y asintiendo con la cabeza-.

-¿Qué tiene de malo? ¿No está bien? -preguntó Montag.

-Mejor que bien; ¡perfecto! -Granger se volvió hacia el reverendo-. ¿Tenemos un
Eclesiastés?

-Uno. Un hombre llamado Harris, de Youngtown.

-Montag -Granger apretó con fuerza un hombro de Montag-. Tenga cuidado. Cuide su salud. Si algo le Ocurriera a Harris, usted sería el Eclesiastés. ¡Vea lo importante que se ha vuelto de repente!

- ¡Pero si lo he olvidado!

-No, nada queda perdido para siempre. Tenemos sistemas de refrescar la memoria.

-¡Pero si ya he tratado de recordar!

-No lo intente. Vendrá cuando lo necesitemos. Todos nosotros tenemos memorias fotográficas, pero pasamos la vida entera aprendiendo a olvidar cosas que en realidad están dentro. Simmons, aquí presente ha trabajado en ello durante veinte años, y ahora hemos perfeccionado el método de modo que podemos recordar dar cualquier cosa que hayamos leído una vez. ¿Le gustaría algún día, Montag, leer La República de Platón?

-¡Claro!

-Yo soy La República de Platón. ¿Desea leer Marco Aurelio? Mr. Sirnmons es
Marco.

-¿Cómo está usted? -dijo Mr. Simmons-.

-Hola -contestó Montag-.

-Quiero presentarle a Jonathan Swift, el autor de ese malicioso libro político, Los viajes de Gulliver. Este otro sujeto es Charles Darwin, y aquél es Schopenhauer, y aquél, Einstein, y el que está junto a mí es Mr. Albert Schweitzer, un filósofo muy agradable, desde luego. Aquí estamos todos, Montag, Aristófanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan.

-No es posible -dijo Montag-.

-Sí lo es -replicó Granger, sonriendo-. También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí,  envuelta en su abrigo de un millar de colores. ¿En qué piensa, Montag?

-Pienso que estaba ciego tratando de hacer las cosas mi manera, dejando libros en las casas de los bomberos y enviando denuncias. 

-Ha hecho lo que debía. Llevado a escala nacional hubiese podido dar espléndidos resultados. Pero nuestro sistema es más sencillo y creemos que mejor. Lo que deseamos es conservar los conocimientos que creernos habremos de necesitar, intactos y a salvo. No nos proponemos hostigar ni molestar a nadie. Aún no. porque si se destruyen, los conocimientos habrán muerto, quizá para siempre. Somos ciudadanos modélicos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormirnos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada. Algunos de nosotros hemos sido sometidos a cirugía plástica en el rostro y en los dedos. En este momento, nos espera una misión horrible. Esperamos a que empiece la guerra y, con idéntica rapidez, a que termine. No es agradable, pero es que nadie nos controla. Constituimos una extravagante minoría que clama en el desierto. Cuando la guerra haya terminado, quizá podamos ser de alguna utilidad al mundo.

-¿De veras cree que entonces escucharán?

-Si no lo hacen, no tendremos más que esperar. Transmitiremos los libros a nuestros hijos, oralmente, y dejaremos que nuestros hijos esperen, a su vez. De este Modo, se perderá mucho, desde luego, pero no se puede Obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado bajo ellos. Esto no puede durar.

-¿Cuántos son ustedes?

- Miles, que van por los caminos, las vías férreas abandonadas, vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior. Al principio, no se trató de un plan. Cada hombre tenía un libro que quería recordar, y así 1o hizo. Luego, durante un período de unos veinte año, fuimos entrando en contacto, viajando, estableciendo esta organización y forzando un plan. Lo más importante que debíamos meternos en la cabeza es que no somos importantes, que no debemos de ser pedantes. No debemos sentimos superiores a nadie en el mundo. Sólo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrínseco. Algunos de nosotros viven en pequeñas ciudades. El Capítulo 1 del Walden, de Thoreau, habita en Green River, el Capítulo II, en Millow Farm, Maine. Pero si hay un poblado en Maryland, con sólo veintisiete habitantes, ninguna bomba caerá nunca sobre esa localidad, que alberga los ensayos completos de un hombre llamado Bertrand Russell. Coge ese poblado y casi divida las páginas, tantas por persona. Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.

-¿Qué hacemos esta noche? -preguntó Montag---.

-Esperar -repuso Granger-. Y desplazarnos un poco río abajo, por si acaso.

Empezó a arrojar polvo y tierra a la hoguera.

Los otros hombres le ayudaron, lo mismo que Montag, y allí, en mitad del bosque, todos los hombres movieron sus manos, apagando el fuego conjuntamente.

[…]

-Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojamos
sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.

Granger sacó la sartén del fuego, dejó que el tocino se enfriara, y se lo comieron lenta, pensativamente. 

-Ahora, vámonos río arriba -dijo George- Y tengamos presente una cosa: no somos importantes. No somos nada. Algún día, la carga que llevamos con nosotros puede ayudar a alguien. Pero incluso cuando teníamos los libros en la mano, mucho tiempo atrás, no utilizamos lo que sacábamos de ellos. Proseguimos impertérritos insultando a los muertos. Proseguimos escupiendo sobre las tumbas de todos los pobres que habían muerto antes que nosotros. Durante la próxima semana, el próximo mes y el próximo año vamos a conocer a mucha gente solitaria. Y cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: «Estamos recordando.» Ahí es donde venceremos a la larga. Y, algún día, recordaremos tanto, que construiremos la mayor pala mecánica de la Historia, con la que excavaremos la sepultura mayor de todos los tiempos, donde meteremos la guerra y la enterraremos. Vamos, ahora. Ante todo, deberemos construir una fábrica de espejos, y durante el próximo año, sólo fabricaremos espejos y nos miraremos prolongadamente en ellos.

Terminaron de comer y apagaron el fuego. El día empezaba a brillar a su alrededor, como si a una lámpara rosada se le diera más mecha.

En los árboles, los pájaros que habían huido regresaban y proseguían su vida.

Montag empezó a andar, y, al cabo de un momento, se dio cuenta de que los demás le seguían, en dirección norte. Quedó sorprendido y se hizo a un lado, para dejar que Granger pasara; pero Granger le miró y, con un ademán, le pidió que prosiguiera. Montag continuó andando. Miró el río, el cielo y las vías oxidadas que se adentraban hacia donde estaban las granjas, donde los graneros estaban llenos de heno, donde una serie de personas habían llegado por la noche, fugitivas de la ciudad. Más tarde, al cabo de uno o de seis meses, y no menos de un año, Montag volvería a andar por allí solo, Y seguiría andando hasta que alcanzara a la gente.
 
Pero, ahora, le esperaba una larga caminata hasta el mediodía, y si los hombres guardaban silencio era porque había que pensar en todo, y mucho que recordar. Quizá más avanzada la mañana, cuando el sol estuviese alto y les hubiese calentado, empezarían a hablar, o sólo a decir las cosas que recordaban, para estar seguros de que seguían allí, para estar completamente ciertos de que aquellas cosas estaban seguras en su interior. Montag sintió el leve cosquilleo de las palabras, su lenta ebullición. Y cuando le llegara el turno, ¿qué podría decir, qué podría ofrecer en un día como aquél, para hacer el viaje algo más sencillo? Hay un tiempo para todo. Sí. Una época para derrumbarse, una época para construir. Sí. Una hora para guardar silencio y otra para hablar. Sí, todo. Pero, algo más. ¿Qué más? Algo, algo...

Y, a cada lado del río, había un árbol de la vida,,,, con doce clases distintas de frutas, y cada mes entregaban su cosecha; y las hojas de los árboles servían para curar a las naciones.

«Sí -pensó Montag-, eso es lo que guardaré para mediodía. Para mediodía ... »

«Cuando alcancemos la ciudad.»”



De las páginas finales de Fahrenheit 451, III, Burning bright (Fuego vivo).

Imagen: Fotograma de la película Fahrenheit 451 (1966), dirigida por F. Truffaut. 



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