12 de julio de 2012

VERSIONES DE ISA JUNTO AL RÍO SEVERN







Un mabinogi galés apócrifo (1)





Ceniza en la manga de un viejo: es todo lo que dejan al arder (2) con el ocaso las aspas del molino de los Ceinach. Óxido y olor al pellejo y los huesos que mienten las fogatas. Hay luz en la ventana del cuarto que da al este. Oigo un “¡No… no…!” y puedo divisar la giba de Dafydd, si, no, no, sí, detrás del cortinado.
Salieron deprisa. Sus cabellos desgreñados por los sopapos. Corre hacia el canal con algo apretujado contra el pecho. No dará en verme detrás de los arbustos: no espera toparse con un oso. Arroja al agua helada el bulto de un vestido ensartado aún en la percha que queda ahí dando vueltas como un remolino de flores muertas. Lo ha salvado de las llamas. El cabrón ya amontonó otras ropas sobre ese fuego que mantiene despierto junto al establo. Sollozando, ella se manda a mudar adentro, y que él siga con la orgía de la quema, revolviendo catarro bajo la luna.
Me prometí volver con mi azadón y forzar el candado del hangar para la próxima. Si sólo hubiese llevado conmigo un poco de estopa y kerosene… Pero el ensayo de la mascarada no había terminado y los pendejos debieron de haberme pegado el hocico por si cazaban esta vez al oso prohibido antes del anochecer. Hoy me van a conocer esos que alardean de transgresores escondidos en el bosque. Eran ellos, estoy seguro: pude oír en el robledal su tonada predilecta, un tamboril muy sordo y desacompasado y el plectro de un laúd o algún leño similar…
(Primer lunes de marzo / - 012)

Aunque haya caído en el descrédito, una oscura leyenda que discurre desde el norte con las aguas del Severn cuenta que Isabella y su abuelo, el granjero galés Dafydd Ceinach, habían gozado de tiempos menos estremecidos y más prósperos. De largas noches que jamás olvidarán su pasado de hielo mucho sabía esa esquiva mujer de renuentes cabellos rojizos. Porque un par de décadas atrás, ella había entendido la mirada del viejo cuando, notándole él las ínfulas de su edad tan llena de falsos deseos, le prohibió fantasear siquiera con subirse al tren rumbo a los suburbios corruptos de Gloucester. De ahí, seguramente, que Isa, de treinta y tantos ya, sólo conociera de la capital el tráfago matinal de las dársenas del ferry; hipnotizada por el torbellino de las aguas incesantes al lado de la pick-up, ella volvía cada semana a contemplar, como si fueran los mismos atados en la posguerra, los fardos del centeno mercadeado allende el macareo del estuario. Algo del nauseabundo vértigo de aquel lejano paseo en la avioneta parecía imantarla siempre de nuevo a orillas del canal; blindada en el gesto congelado (3) que había crecido junto con sus senos, la cautivaba el tonto presentimiento de que su madre aún flotase allí con su vestido floreado, y que lo que se ocultó al pueblo no hubiese ocurrido todavía. Muy en el fondo, nunca acabó de perdonarle a Dafydd el haberla forzado entonces a sobrevolar las blancas colinas de Cotswold sentada en su rodilla. Nunca. Al menos en esto colindan la dura versión norteña de los días de Isa Ceinach y algunas murmuraciones de tres comadres de Caerwent, que empeoran con una fobia tenaz sus obligadas incursiones al hangar de la granja, a cuidado suyo. Y la malicia llega a dar por un hecho que gracias a su abrupta aversión a la altura maldijo las hamacas y los toboganes en sus años de colegiala. Otras peores cosas mascullaron esas lenguas, pero callarlas nos arrime quizás un poco más al trato con el celoso silencio del que procede toda poesía.
Por eso, y retomando el hilo, de esa sinuosa narración escuchada por el alto Severn de algún bardo memorioso queda un retal inicial en galés que dice: “Había una vez un granjero de nombre Dafydd que se dejó llevar por el río hacia el sur. Su pequeña nieta Isabella alumbraba sus noches sin descanso con su cabellera rojiza. Pero cierta vez, cuando el ocaso, al viejo pareció fallarle la cordura mientras seguía con sus ojos las aspas del molino movidas por el viento. Y ‘Giran… giran… -repetía como alucinado- Igual que sus discos y sus globos sobre el sembradío… Flotando en el espacio ligeros y volátiles… Hollando nuestro mar de espigas con su breve luz helada, y no hay quien los vea llegar ni quien los pierda de vista allá donde abre sus alas el relámpago…’. La atónita Isabella, mujer hecha y derecha ya, no logró rescatarlo del transe misterioso que cruzó su mirada azul con un resplandor de luciérnaga y lo derribó por fin sobre su bastón cautivo de un no sé qué que quedó balbuceando: ‘Acuestan nuestros sueños en las espigas, espirales que se ovillan sin comienzo ni fin en la pastura, escarabajos erizados de pronto en el centeno, la pupila de pétalos abiertos, la música secreta de los astros… Volverán a espiarnos, a llenar los campos de demonios y prismas, yo lo sé, volverán, volv[…]’. Ella le cerró los párpados con sus manos frías, no pudiendo tolerar aquellas órbitas que hechizó el vacío, y colocó su cuerpo acalambrado sobre la carretilla y lo llevó a la cabaña. La hélice resonante de su voz la envolvió con la melancolía del terruño natal, de cuando el aún joven cazador de liebres (4) se abría paso en el atrio de la iglesia mintiendo alguna estrofa del himnario debajo de su hirsuta cabellera gris. Isa le lavó las uñas y la barba selladas por el barro, le tironeó los pantalones de fajina y se acostaron. No hubo caldo de ajo ni pan tostado esa noche. Antes de apoyar la nuca en la almohada atafagada de almizcle, la imagen del reloj contra el empapelado pareció traerlo de vuelta al espanto: ‘¡El péndulo…! – vociferó - ¡Se ha detenido! ¡Se ha detenido el péndulo!...’. Ella lo tapó hasta la nuez con el edredón de pluma y le escuchó el respirar profundo de entre sus tres o cuatro dientes agarrados todavía a su hueso obstinado, mandíbulas tan fuertes como fueron las de Matusalén. ‘Ac nac arwain ni i profedigaeth…’ (5), musitó, bajando apenas la lámpara, sólo por si hubiere necesidad del médico…” No existen en el promiscuo saqueo perpetrado a esta historia una línea, un verso, un rumor de labios que desmientan la repentina locura de Dafydd al filo de aquel ocaso siniestro. Por el contrario, algún exótico virus muy versátil y atroz debe de haberse infiltrado en la materia gris de quienes, sin conocerse, las pusieron al resguardo de la superstición y la calumnia del populacho, tan propenso a voltear al que declara verdad, como que no sobrevive testimonio que no cargue tintas sobre su desquicio mental, describiéndonos las pesadillas adonde fueron a parar finalmente sus reumas añosos.
Pero si por la boca de los niños suele rasgarse el velo de lo que se mantuvo oculto a los sabihondos de este mundo, habrá que creerle al tímido muchacho del Hogar The Dawn (6) que, bajo el peso de los insistentes sobornos espirituales del presbítero, admitió haber visto a Cruim Mac Toole (7), un borroso hermanito mayor cuyos casi veinte años de paciente custodia merecieron la Celaduría del pabellón infantil donde una vez fue abandonado, del otro lado del canal tentando con una rama el cuerpo muerto de una mujer que flotaba aguas abajo. “Juro que era el vestido floreado de la señorita Isabella… ese que sabe llevar puesto cuando viene por aquí con alguna repartija de ropa o huevos frescos… Y él siempre se las arregla para arrimarse un poco más a la camioneta… Era ella y era Cruim el que trataba de empujarla hacia el fondo de nuevo… ¿A quién más que a ella seguirían las ovejas hasta ahí? ¿A quién, si no, el sabueso que ladraba y ladraba sin consuelo? Giraba, yo la vi, trazando círculos en espiral con sus cabellos sueltos, abierta como una cruz en el espejo del canal del este. Y había resplandor de luna llena, y él tenía puesta la máscara de oso feroz que está usando en los ensayos… Mientras (y yo me acuerdo muy bien de lo que oigo), en el bosque resonaba el ‘Tan yn Llyn’ (8) y algún otro ahí cerca que plañía el laúd o algún leño parecido…”. Mac Toole no pudo demostrar que se hallaba en el Hogar esa mañana tan temprano, pero tampoco se hallaron signos suyos que lo implicasen ni se dio con el cadáver. La ausencia fortuita de su presunta víctima corrió a su favor, ya que Isa, quien nunca quiso enterarse del todo de los hechos, había permanecido aquella extraña jornada en Gloucester cautiva de una demanda fiscal por impuestos vencidos. Nadie averiguó cuándo regresó. Y a qué otro internado de Inglaterra habría sido trasladado el corajudo testigo jamás se divulgó. Muy pronto el pueblo estaba hablando de otras cosas. Empero, no faltaron esos lunáticos de Monmouth que defendieran los chismes de su legendario Geoffrey, amigo de repetir en autorizado latín lo que le contaban los tenderos en la feria. Una ceremoniosa expedición de seis o siete atravesó aquella misma madrugada la frontera a fin de registrar la zona. Vadearon el canal y encargaron, a espaldas de la policía local, una operación de rastreo; el fracaso los condujo en secreto a depositar su confianza en una psíquica octogenaria que no había salido de Evesham durante los últimos nueve años. Exhausta a causa de visiones aterradoras, Lucile soltó por su garganta el trueno de su enigmática profecía y cayó en un sopor del que no despertó sino varias noches después: “¡Es Habren, nuestra olvidada Sabrina, de regreso…! ¡Es la ninfa clamando por vindicación y memoria…! ¡Espigas de centeno hablarán por ella…!” (9) La cofradía no abandonó desde aquella revelación la clandestina esperanza de que en el reino no tardaran en derrumbarse mentiras sostenidas por siglos de miedo y necedad. Cruim, sin embargo, absuelto de cualquier sospecha con fundamento, lejos de distraerse con la infamia capciosa de que Isa pudiese ser una reaparición de la desgraciada princesa en los albores del siglo XXI, comenzó a quitarles horas libres al medio franco de sus lunes para despejar dudas acerca de quién era realmente el viejo Dafydd y a qué dedicaba su tiempo baldío una vez que guardaba la hoz y el tractor en el granero viejo al ponerse el sol. Ninguno gozaría de permiso para leer en la pantalla de su computadora el Diario que recogería su sigilosa tarea semanal, capaz, según sus cálculos, de avalar a la larga una demanda judicial.
Contra cuanto puedan insinuar crónicas más fidedignas, cuyas páginas pasan por alto el fárrago de la mujer ahogada, Isa hubo de escuchar de su abuelo muchas veces una cantilena cargada de advertencias acerca de “el mal nacido de Cruim: sombra con mala leche, muy peligrosa para todos…”. Infaliblemente, cada cacería traía en el morral del granjero, además de su pipa y el íntimo saco de piel con sus runas, alguna cuenta pendiente con el muchacho de mirar marino, barba rojiza y arisca y lengua rápida: “Su bulto nocturno nos anda merodeando las alambradas y el silo, haciendo alarde de prójimo, seguro de la amistad de los perros y de tu consentirle demasiado… No quiero verlo por acá… Sabes que no se olvida de la parcela de sembradío que le debemos desde el último remate en el pueblo: es capaz de cualquier desmán para cobrársela… Evítalo cuanto puedas en tus rondas de caridad… La amada hija de mi hija amada (que nació con los ojos bien abiertos) no tiene por qué oír lo que saca rabiosamente afuera ese corazón de tinieblas…”. Isa inclinando hoy el rostro como para esconder su silencio erizado de preguntas; arrojándole ayer los cabellos mojados encima de la palangana de losa donde las lágrimas son agua en el agua; tapándoselo mañana con las manos que no logran soltarse de la pesadilla. Acaso fantaseando con alguna mágica grieta invocada en el espacio, algún resquicio hacia el infinito, la extasiaron en los paneles de la ventana las aspas cansadas del molino contra el cielo de ópalo difícil de explicar que cruzó la flecha oscura de un pájaro. Vaya a saber qué intrincadas alucinaciones habrían provocado en ella de haber rescatado también esta anónima versión de su historia el rapto de locura de su abuelo. Pero no fue así. Otro pensamiento germinó en su mente, uno con el poder de reducirla a un puñado de polvo: no somos sino misteriosas semillas de tiempo, granos molidos hasta entregarlo todo y entonces retornar a la muerte, más allá de las hélices grises del humo trepando el vacío desde las fogatas, y entonces conocer el lugar por primera vez… “Shshshshsh… No hace falta que grites, abuelo: se te oye, se te oye bien… ¿Irás tú a arreglar en la ciudad lo de la intimación?” No. Mejor, que ella encarara a los de la oficina de impuestos: no había peor humillación para él que la lástima: “Es probable que a ti te den una tregua… Si no, habrá que deshacerse de la avioneta… No lleves mañana tu vestido floreado preferido…”. Con un nudo en su garganta, Isa se rehúsa a considerar siquiera la venta del legado del espectro incógnito de su padre, esa melancólica nave sin piloto que apenas se atrevía a remontar y que parecía tener algo más que decirle todavía. Por fortuna, gracias a uno de esos ímpetus que suelen brotarle en el centro de su arcilla, opta por ignorar la carta documento del oficio y aplazar el trámite en Gloucester. No les tiene miedo ya. Ella no sospecha que ha elegido no condenar, como lo hiciera su madre, su hermoso cuerpo aún joven al fondo del canal, flotando aguas abajo sin dejar rastros, sin haber vuelto jamás, borrada por la niebla de la justicia espuria y la remota superstición. “Aprovecha el viaje, y pasa por el audífono que le encargué a Baruch: le haces seña por el costado de que, tranquilo, que Dafydd había arreglado para el viernes con su mujer…” Así, aligerado él de su escopeta, de culata contra el fogón del hogar, el chiflido acatarrado del viejo cabrón raspa el aire en todas partes, ahí adentro, en la penumbra de la casa sosegada, allá afuera, bajo la noche del laborioso Orión, donde se ondula el oleaje del centenar.

(Segundo lunes / 03 – 012 / de madrugada) Yo me maliciaba que el putisanctus del presbítero andaba olfateándome de noche. Que no era sólo interrumpirme (“sin querer”) en la ducha. Había lo otro (siempre lo hay), lo de los ‘agrogramas’ (10) y sus contactos con esa Lucy – la anciana de Evesham - que les desentraña sus secretos desde el éter. Ayer, durante el oficio, me desentendí del grupo, subí y, sin demasiadas pulgas, di con la contraseña de su computadora (me la imaginaba). Ahí hallé y copié archivos que abundan en recortes de diarios, fotografías aéreas y esquemas tridimensionales, espejo de los sueños esos que se precipitan últimamente al alba tatuando mi mente: espirales que se ovillan sin comienzo ni fin en la pastura, escarabajos erizados de pronto en el centeno, la pupila de pétalos abiertos, la música secreta de los astros, … Están aquí y yo no voy a perderles el rastro. Quiero mi parcela, me la gané y es mía. A despecho de los que mascullan que no volverán, yo me juego mi dedo más necesario por que no tardarán en bajar a trazar sus signos cuando la sepan cultivada por mí, liberada al fin de los pensamientos grises y calenturientos como la liebre de marzo y la meada fácil del crápula de Ceinach. Esta misma mañana – no bien me desprenda de los pendejos, sus disfraces y su Mesa Redonda – me daré una vuelta por allá para tomar impulso. A propósito: ¿cómo no desconfiar del Ojo de los dioses? Alguien (o Algo) alteró clandestinamente la página del lunes pasado. Yo sólo había apuntado que Isa arrojó su vestido floreado a las aguas que “lo ha salvado de las llamas”; pero no recuerdo haber añadido “y yo lo rescaté de la corriente que lo arrastraba inexorablemente canal abajo…” , Sin embargo, así se lee ahí ahora, y lo que es aun peor, aquí a mi lado, metida en el cajón de abajo, está, hecha un bollo, la prenda… A no perder la calma: nadie pudo verme merodeando la granja esa maldita tarde. Nadie. Mucho trabajo te queda por delante, Celador de sienes azules (11). Pronto te apodarán Tig (12) los que hoy te denostan como el Cruim de este pueblo de cagones redimidos por Cristo.
“Pero todas las cosas buscan, más tarde o más temprano, acabarse, extinguirse con la sencillez de la nube que vino a insinuarnos algo y desapareció por el oeste para siempre, sin percatarse siquiera de su propia existencia, sin hacer ademanes ni hacer ruido…”
No hubo quien le extrajese el sentido a esta breve oración de Isa al apoyar su cara en la almohada. Como sellando su intimidad con las estrellas, aquellas que acaso han muerto hace ya mucho pero le conceden, inexplicablemente, una nueva tregua, esta vez no duda en apagar la lámpara, esta vez no le da miedo el silencio, ni el peso quieto e invisible del péndulo del reloj que cae a plomo en la cúbica noche del cuarto. No sabe (ni quiere saber) por qué, pero es así. Quizás porque aventando granos en la era, afilando la hoz u hombreando fardos hasta el espigón, también se aprende que lo que no difiere un ápice de sí mismo jamás tendrá que demostrar el misterio de estar realmente ahí, uno y el universo entero, recordándole a Dios su insípido pasado de abismo y de vacío. Sin embargo, un fugaz presentimiento de aspas y de hélices se le anuda en el estómago. Es el augurio de vértigo, el arcano de su náusea antigua, tan solapada y fatal como el enigma que han escrito las runas desparramadas sobre la alfombra. Su abuelo, que las invocó con la anuencia de los vahos de majuelo en la bañera, no entendió nada, y se entregó al sueño antes de meterse del todo en la cama. Inútil agotar las hemerotecas de Gloucestershire y alrededores, ni navegar por los más recientes códices virtuales: no hay crónica local que dé noticia de lo que Isa sintió al contemplar largamente su cuerpo supino vencido igual que un trapo en el borde del colchón, mitad sobre la sábana blanca donde le respira el ombligo, mitad en la segura oscuridad donde se rinde su animal y siguen creciendo las pezuñas. (13) Nos dejan, sí, entrever que ese ronquido a ella le parece eterno, unido a su propio origen, como si hubiese estado eternamente ahí.
-- Así, con el abatimiento de las cenizas en la última guarida del fuego, se fue quedando dormida. La bóveda imantada, que hoy ha vuelto a hacer tablas con la noche y el día, sabe de su pesadilla insufrible, del precipicio sin fondo del que la rescató el motor repentino de la avioneta exasperada en el hangar. Isa – y solamente ella - lo oyó.
-- ¿La avioneta? ¿Y quién querría robarles la avioneta?
Nadie. El mismo negro pálpito con el que se despidió el invierno la arrancó de su helado calambre debajo del edredón. Sus pies reconocieron en la oscuridad el óvalo terso de las piedras diseminadas en la habitación. ¿Qué estarían diciendo? ¿Qué cifrada advertencia, qué fulgor entusiasta se perderían quizás para siempre sobre las guardas de la alfombra? Por si las moscas, no te preguntes para quién fueron arrojadas. El túnel de una zozobra ajena al engaño del tiempo la condujo hasta la entrada. Como pronunciando esa única palabra capaz de correr el velo celoso de un misterio, quitó cerrojo a la puerta de la casa y salió al porche. Descalza sobre la escarcha, se detuvo en la cerca de madera que atajaba a los perros y un tumulto de ovejas sueltas. El viento agitaba el portón abierto del corral. “… Eithr gwared ni rhag drwg…” (14), le susurró a una ráfaga, y se lanzó fuera de sí rodeando el establo viejo. Del otro lado la sorprendieron el avión con su hélice en marcha de trompa al sembradío y el molino moviendo penosamente sus aspas en llamas (15) contra un cielo de encías de zafiro. Porque apenas comenzaba a clarear, y de nuevo el bosque de Dean se hacía visible desde la colina. Isa se dejó caer de rodillas, sujetándose el camisón y las greñas atrapados en la insólita orgía de los remolinos. La atmósfera olía a gasolina, o a kerosene, o a los dos. Ella gritaba, histéricamente, reclamando a la Nada algún gesto sincero. Entonces Cruim se abrió paso igual que un gusano a través del centeno, y recogió algo del suelo mientras sostenía en alto un hisopo encendido. No atravesó la alambrada. No hacía falta: allí la esperó. De cerca, de muy cerca, a ambos les costó ahora contemplarse serenamente a los ojos, sin estorbar ese instante con dudas banales, olvidándose uno en el otro como lo hace el fuego en el agua, el agua en el fuego. La pesada cabeza encubría ya al rebelde veterano del orfanato local. Así se le hacía más fácil la tarea. Detrás de la máscara, titilando en la fosa de sus feroces órbitas de oso salvaje, surgió, sin embargo, aquella mirada inequívoca por la que Isa, la nieta de Dafydd Ceinach, había aguardado en secreto durante veinte años; el insomnio inmemorial de las Pléyades que estaban allí otra vez había sido su insomnio baldío y sin párpados. “¿Por qué? – le dijo, traicionada por el llanto que la quebró- ¿Por qué habrás tardado tanto…?” Pero Cruim ni siquiera la escuchó (no le habría entendido): algo que no admitía dilación habitaba su mente. Cuando Isa corrió, corrió, corrió hacia la avioneta como raptada por un rayo, luchando con su vestido de dormir, él tocó el pastizal con la antorcha. Una ardiente oruga azul avanzó hasta la casa por la guía veloz del combustible.
-- ¿No pretenderás que te crean que Isa Ceinach hizo volar la máquina de su padre?
Sí, así lo hizo. Ni un mero titubeo la detuvo. Antes que pudiese darles la razón a sus piernas trémulas, a su estómago encogido, trepó por la cabina y, sin demorarse en por qués ni para qués ni cómos, remontó vuelo con maña de experta. Cruim vio la curva germinando de la flecha (16) plateada del avión debajo de los cirros que anunciarán muy pronto al sol por el oeste. (17) Tranquilo, muy tranquilo, el joven machito de cejas altivas siguió la estela que iba trazando un anillo encima de la granja. Abajo, sobre la tierra contundente y plana, las llamas cumplían con su trabajo. También miró eso, aunque ignoraba lo que había hecho. Desgraciadamente (confirmarían después), Baruch, el desconfiado judío de Gloucester, había retenido el audífono hasta que Dafydd consumase la paga. De ahí que no se percatara del incendio, que pasara de un infierno a otro. Semilla tardía de su semilla, Cruim nunca habría de tener que declarar: Isa, que por milagro había logrado escapar, no vio desde el aire a ningún sospechoso merodeando su propiedad en aquel horrendo amanecer…
-- ¿Y qué vio entonces?
¡Aaaahhhhhmmm…! (Perdón por el bostezo: no es que me haya aburrido sino que estoy algo cansado…) La última runa vio desde la intrépida altura que tantas veces la había extraviado en el vértigo. Dos, tres, cuatro vueltas alrededor del sembradío, y ya no pudo negar lo que a sus ojos trasnochados se imponía tejido en las espigas. A ella no le toca enterarse todavía, pero de Arcturus (18) llegaron los hermanos mayores autores de este círculo; fue empujados por una de las mareas galácticas más recientes, de esas que están aliviando al planeta de unos cuantos miles de experimentos fallidos. Tú caíste dormido con el pulgar atrapado entre las cuerdas del laúd, y te perdiste la magnífica danza de las esferas flotantes trazando el abanico de su cola flamígera y sus alas desplegadas, las plumas sagradas de su cresta celebrando la carrera del sol. Así abre su pico allí, donde todo quiere comenzar de nuevo, allende las alambradas que tramó el viejo Ceinach no muy lejos del río, el Ave Fénix que anida en la palmera recóndita del medroso corazón de los humanos. (19) Inmersa en el mismo sueño que transfundió a Sabrina a otra correntada, Isa sobrevoló el campo cultivado de su heredad: conforme observó atónita el agrograma, notó que éste cambiaba su aspecto aquí y allá. El más sutil pensamiento infiltrado en su mente, la más inocente emoción, un recuerdo insospechado e ínfimo, y el Fénix fue otro Fénix, y ella otra Isa. Pupila e imagen de ese calidoscopio, atravesó los negros nudos del humo, estremeciendo el claro del robledal con un falso precipitarse sin control, para bruscamente ganar altura y remontar el Severn hasta desaparecer en la distancia…
-- ¿Crees que volverá?
Siempre estamos volviendo, viejo amigo. Ella jamás se ha ido. Son los granos del tiempo, la molienda postrera de esta tierra que fenece. ¿Acaso no regresamos tú y yo, unos tontos duendes que la Blanca Hermandad mima en los montes a fin de que los sanemos con nuestras canciones de sus bellotas de plutonio? Llegará el día en que callen los espejos. (…tic – tac…) Pero por el momento, hay que esperar que el eco de algún eco resuene en el tímpano del bosque; hay que dejar que alguna crónica aún inédita imagine algo mejor. A Cruim siendo Tig. Aspas rotas y viento. Marzo y sus madrigueras tórridas. La liebre que ha burlado al cazador. Un reloj que se reanima en la oscuridad (… tac-tic-tac…). Y ese otro torpe enano que cree engañar a alguien entre los árboles, ese que, como yo, no puede dormir, y espera ilusionado aporreando un tamboril que algún poeta menor o algún periodista sagaz, le ponga un nombre cualquiera, le haga contarnos qué runa cayó invertida en la consulta (…tic-tac…), quién salvó al cabrón de Dafydd del incendio.





Gustavo Aritto
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(1) Los Mabinogion, como es fama, son una colección de cuentos galeses medievales fijados en dos manuscritos, el Libro Blanco (ca. 1350) y el Libro Rojo (entre 1482 y 1410). Hasta hoy no se ha esclarecido el significado del término galés mabinogi (que pasa por ser el singular de mabynnogyon). Protomitos de la Europa celto-cristiana y figuras legendarias como la del rey Arturo y Pasifal yacen allí como prototipos.
(2) Cfr. T. S. Eliot, Little Gidding, II: “Ash on an old man’s sleeve / is all the ash the burnt roses leave…” (Ceniza en la manga de un viejo / es toda la ceniza que dejan al arder las rosas…).
(3) Isa es nombre de runa, símbolo de la quietud, el retiro y el hielo. Es el invierno espiritual que conlleva el sacrificio del ego y el vaciamiento interno, el desapego y la renovación que rigen los flujos y reflujos. Su energía abriga la vida latente y la oculta fertilización. El fraude y las trampas se asocian al “congelamiento” interior y la inacción.
(4) La antigua lengua celta oriental reconoce el término ceinach como derivado del presunto indoeuropeo kaswos, que con el significado translaticio de “gris” y “envejecido” dio hasu (inglés primitivo) y luego hara (inglés antiguo) / hare (inglés moderno), y también haso (alto alemán antiguo) para referirse a la liebre. Del mismo étimo el latín produjo canus y cascus (“de cabellos grises / envejecido”). Fue el mismo antiguo tabú en torno al estigmatizado animal lo que hizo que los gaélicos escoceses la llamaran maigheach (“que está en el magh [= campo]”).
(5) “Y no nos lleves a caer en tentación…”, en galés del siglo XVI.
(6) “El alba”.
(7) Cruim Mac Toole: forma onomástica imaginaria significando algo así como “gusano – hijo del pueblo” en irlandés.
(8) “Debajo del lago”, canción tradicional galesa.
(9) En su legendaria “crónica” del siglo XII Historia Regum Britanniae (Historia de los reyes de Bretaña), Parte 2, el monje Geoffrey de Monmouth describe la “genealogía” del río Severn, cuya denominación en galés es Habren, nombre que los celtas irlandeses pronunciaron Sabrann y los romanos copiaron más tarde como Sabrina. Geoffrey relata sucintamente la desgraciada historia de ese epónimo, siendo su protagonista la doncella-ninfa Sabrina, hija del rey Locrinus y la traicionada reina Estrildis. Ambas, madre e hija, murieron ahogadas en el río por decisión de la princesa Gwendoline, amante de Locrinus. Dentro de la mitología britona, se la identifica con la pseudo ninfa Noadu (romanizada Nodens), quien, montada en un caballo de mar, aparecía desafiando el oleaje típico de la marea creciente del Severn.
(10) Ya ampliamente conocidos como “crop circles” en inglés (“agrogramas” o “círculos de las cosechas”), se trata de los famosos diseños geométrico-sagrados en los campos cultivados de Inglaterra y algunos otros sitios del mundo. Los primeros dibujos datan del siglo XVII, cuando se los estigmatizó como demoníacos, aumentando en número y multiplicando su potencial simbólico a lo largo de los últimos veinte años. Su autor o autores permanecen en lo incógnito, no resultando compatibles con un agente humano normal actual la complejidad metafísica y la perfección formal que suponen. Testimonios vernáculos confirman que la confección de gran parte de ellos sobre y mediante las espigas de los sembradíos demandó unos pocos minutos; ha habido, incluso, avistamientos y registros fílmicos de objetos esféricos y luminosos involucrados en el proceso. Misteriosos esquemas que responden a cálculos y aun teoremas matemáticos de inconcebible rigurosidad, símbolos de extracción egipcia, celta, vikinga o maya, diagramas que reproducen en escala configuraciones astrales críticas en la bóveda celeste (del pasado y del porvenir), ejemplos de plástica figurativo-naturalista, etc., alimentan por igual la imaginación y la incertidumbre de científicos y ocultistas en torno a sus mensajes velados, especialmente orientados al cambio drástico que parece avecinarse en el planeta hacia fines del mitificado año 2012. Se trata del umbral galáctico de la mayor transformación espiritual y de todo el orbe social y material desde la desaparición de los atlantes, circa 11.000 a. C, punto medio del “Gran Año” platónico en que el Sol ha barrido la mitad de la eclíptica.
(11) La imagen “sienes azules” sirve de señal áurica de un “niño índigo-azul”, generación que –junto con los llamados “niños cristal”- ha de liderar la ya iniciada Era de Acuario, etapa de la regeneración del tiempo profetizada por los mayas hacia el año 2012. Sellados por rasgos peculiares, serán heraldos de una nueva versión de la civilización. Todos los sistemas (sociales, políticos, económicos, educativos, religiosos) habrán de ser, según la perspectiva ocultista del nuevo milenio, radicalmente conmovidos y transformados.
(12) “Tig”: en galés antiguo, aproximadamente “señor de la casa”.
(13) El motivo del baño mítico, imbuido de la simbología equinoccial (las mitades blanca y negra delimitadas por el cuerpo dentro y fuera de la bañera), aparece en uno de los relatos del conjunto medieval galés Mabinogion, el que narra los sucesos del rey Llew Llaw. Una representación homóloga del equinoccio de primavera aparece en la famosa Canción roda del siglo VI a. C. a través de la urgente golondrina. Por su parte, Esquilo parece usar la nefasta relación del baño de Teseo en la sección Clitemnestra de su Orestíada para evocar el solsticio, punto crítico presente ya en el propio emblema minoico del Labrys, la doble hacha.
(14) “… Mas líbra(nos) de lo malo…”, en galés del siglo XVI (como en la nota 4, versículo del Padre nuestro).
(15) La runa vikinga Sowellu (o Rigel, que comparte con la cruz gamada o esvástica un origen solar y benéfico (con sus “aspas” orientadas, como en su origen, hacia la izquierda). Runa asociada al fuego, símbolo de la energía vital y de los cambios, augura la regeneración psicofísica y la autorrealización.
(16) Al igual que más arriba (“la flecha oscura de un pájaro”), la imagen de la runa Keinaz (o Keno), ya evocada y descripta en la nota 14, reaparece aquí. Asociada al fuego, y teniendo al Sol y a Marte como planetas regentes, esta suerte de “antorcha espiritual” encierra la simbología de la apertura y la expansión de la conciencia y la afectividad creativa, el centro de una revelación y el augurio de renovación.
(17) El ocaso astronómico por el Este planetario, así como la desaparición de al menos un segundo satélite de la Tierra, son dos hechos debidos a la explosión de Maldek, el entonces quinto planeta del sistema solar, cuyos restos formaron el actual Cinturón de Asteroides. En tiempos de la Atlántida, el sol salía por el Oeste y se ponía por el Este, esto en función de existir polos magnéticos opuestos a los de hoy. Un proceso homólogo está ya en ciernes en conjunción con el paso del planeta Hercólubus (para la cosmología ocultista, el Ajenjo mencionado en Apocalipsis, 8: 11).
(18) Sistema estelar de la Constelación del Boyero a cuya sugestiva proximidad a la Osa Mayor (o Hélice) se debe el apelativo de “guardián de la Osa”, siendo que su nombre (como el de la diosa-cazadora Artemisa y el del legendario rey sajón cuya comunidad inciática tenía prohibida la caza de ese animal) está enraizado en el étimo ARCT- (= ‘oso’). El sistema Arcturus es, con el de Antares, el origen presunto de las civilizaciones de Lemuria y Atlántida respectivamente. (19) La “última runa” bien puede ser Peorth, con forma de herradura angulada, asociada al Ave Fénix. Es símbolo iniciático de lo oculto por el Espíritu, de las fuerzas secretas del cielo que realizan la unificación del Uno con cada ser. Su dominio sobre el tiempo y sus falacias garantizan la fertilidad regeneradora de la muerte. El agrograma del Ave Fénix apareció en un sembradío de Wilts, cerca de Yatesbury (Inglaterra), en 2009.  

La imagen que acompaña este escrito es una toma aérea del mismo realizada por Steve Alexander y publicada en el sitio www.temporarytemples.co.uk, con todos los derechos de edición sobre ella.






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