Un mabinogi galés apócrifo (1)
Ceniza
en la manga de un viejo: es todo lo que dejan al arder (2) con el ocaso
las aspas del molino de los Ceinach. Óxido y olor al pellejo y los
huesos que mienten las fogatas. Hay luz en la ventana del cuarto que da
al este. Oigo un “¡No… no…!” y puedo divisar la giba de Dafydd, si, no, no, sí, detrás del cortinado.
Salieron deprisa. Sus cabellos desgreñados por los sopapos. Corre hacia el canal con algo apretujado contra el pecho. No dará en verme detrás de los arbustos: no espera toparse con un oso. Arroja al agua helada el bulto de un vestido ensartado aún en la percha que queda ahí dando vueltas como un remolino de flores muertas. Lo ha salvado de las llamas. El cabrón ya amontonó otras ropas sobre ese fuego que mantiene despierto junto al establo. Sollozando, ella se manda a mudar adentro, y que él siga con la orgía de la quema, revolviendo catarro bajo la luna.
Me prometí volver con mi azadón y forzar el candado del hangar para la próxima. Si sólo hubiese llevado conmigo un poco de estopa y kerosene… Pero el ensayo de la mascarada no había terminado y los pendejos debieron de haberme pegado el hocico por si cazaban esta vez al oso prohibido antes del anochecer. Hoy me van a conocer esos que alardean de transgresores escondidos en el bosque. Eran ellos, estoy seguro: pude oír en el robledal su tonada predilecta, un tamboril muy sordo y desacompasado y el plectro de un laúd o algún leño similar… (Primer lunes de marzo / - 012)
Salieron deprisa. Sus cabellos desgreñados por los sopapos. Corre hacia el canal con algo apretujado contra el pecho. No dará en verme detrás de los arbustos: no espera toparse con un oso. Arroja al agua helada el bulto de un vestido ensartado aún en la percha que queda ahí dando vueltas como un remolino de flores muertas. Lo ha salvado de las llamas. El cabrón ya amontonó otras ropas sobre ese fuego que mantiene despierto junto al establo. Sollozando, ella se manda a mudar adentro, y que él siga con la orgía de la quema, revolviendo catarro bajo la luna.
Me prometí volver con mi azadón y forzar el candado del hangar para la próxima. Si sólo hubiese llevado conmigo un poco de estopa y kerosene… Pero el ensayo de la mascarada no había terminado y los pendejos debieron de haberme pegado el hocico por si cazaban esta vez al oso prohibido antes del anochecer. Hoy me van a conocer esos que alardean de transgresores escondidos en el bosque. Eran ellos, estoy seguro: pude oír en el robledal su tonada predilecta, un tamboril muy sordo y desacompasado y el plectro de un laúd o algún leño similar… (Primer lunes de marzo / - 012)
Aunque
haya caído en el descrédito, una oscura leyenda que discurre desde el
norte con las aguas del Severn cuenta que Isabella y su abuelo, el
granjero galés Dafydd Ceinach, habían gozado de tiempos menos
estremecidos y más prósperos. De largas noches que jamás olvidarán su
pasado de hielo mucho sabía esa esquiva mujer de renuentes cabellos
rojizos. Porque un par de décadas atrás, ella había entendido la mirada
del viejo cuando, notándole él las ínfulas de su edad tan llena de
falsos deseos, le prohibió fantasear siquiera con subirse al tren rumbo a
los suburbios corruptos de Gloucester. De ahí, seguramente, que Isa,
de treinta y tantos ya, sólo conociera de la capital el tráfago matinal
de las dársenas del ferry; hipnotizada por el torbellino de las aguas
incesantes al lado de la pick-up, ella volvía cada semana a
contemplar, como si fueran los mismos atados en la posguerra, los fardos
del centeno mercadeado allende el macareo del estuario. Algo del
nauseabundo vértigo de aquel lejano paseo en la avioneta parecía
imantarla siempre de nuevo a orillas del canal; blindada en el gesto
congelado (3) que había crecido junto con sus senos, la cautivaba el
tonto presentimiento de que su madre aún flotase allí con su vestido
floreado, y que lo que se ocultó al pueblo no hubiese ocurrido todavía.
Muy en el fondo, nunca acabó de perdonarle a Dafydd el haberla forzado
entonces a sobrevolar las blancas colinas de Cotswold sentada en su
rodilla. Nunca. Al menos en esto colindan la dura versión norteña de los
días de Isa Ceinach y algunas murmuraciones de tres comadres de
Caerwent, que empeoran con una fobia tenaz sus obligadas incursiones al
hangar de la granja, a cuidado suyo. Y la malicia llega a dar por un
hecho que gracias a su abrupta aversión a la altura maldijo las hamacas y
los toboganes en sus años de colegiala. Otras peores cosas mascullaron
esas lenguas, pero callarlas nos arrime quizás un poco más al trato con
el celoso silencio del que procede toda poesía.
Por eso, y
retomando el hilo, de esa sinuosa narración escuchada por el alto Severn
de algún bardo memorioso queda un retal inicial en galés que dice: “Había
una vez un granjero de nombre Dafydd que se dejó llevar por el río
hacia el sur. Su pequeña nieta Isabella alumbraba sus noches sin
descanso con su cabellera rojiza. Pero cierta vez, cuando el ocaso, al
viejo pareció fallarle la cordura mientras seguía con sus ojos las aspas
del molino movidas por el viento. Y ‘Giran… giran… -repetía como
alucinado- Igual que sus discos y sus globos sobre el sembradío…
Flotando en el espacio ligeros y volátiles… Hollando nuestro mar de
espigas con su breve luz helada, y no hay quien los vea llegar ni quien
los pierda de vista allá donde abre sus alas el relámpago…’. La atónita
Isabella, mujer hecha y derecha ya, no logró rescatarlo del transe
misterioso que cruzó su mirada azul con un resplandor de luciérnaga y lo
derribó por fin sobre su bastón cautivo de un no sé qué que quedó
balbuceando: ‘Acuestan nuestros sueños en las espigas, espirales que se
ovillan sin comienzo ni fin en la pastura, escarabajos erizados de
pronto en el centeno, la pupila de pétalos abiertos, la música secreta
de los astros… Volverán a espiarnos, a llenar los campos de demonios y
prismas, yo lo sé, volverán, volv[…]’. Ella le cerró los párpados con
sus manos frías, no pudiendo tolerar aquellas órbitas que hechizó el
vacío, y colocó su cuerpo acalambrado sobre la carretilla y lo llevó a
la cabaña. La hélice resonante de su voz la envolvió con la melancolía
del terruño natal, de cuando el aún joven cazador de liebres (4) se
abría paso en el atrio de la iglesia mintiendo alguna estrofa del
himnario debajo de su hirsuta cabellera gris. Isa le lavó las uñas y la
barba selladas por el barro, le tironeó los pantalones de fajina y se
acostaron. No hubo caldo de ajo ni pan tostado esa noche. Antes de
apoyar la nuca en la almohada atafagada de almizcle, la imagen del reloj
contra el empapelado pareció traerlo de vuelta al espanto: ‘¡El
péndulo…! – vociferó - ¡Se ha detenido! ¡Se ha detenido el péndulo!...’.
Ella lo tapó hasta la nuez con el edredón de pluma y le escuchó el
respirar profundo de entre sus tres o cuatro dientes agarrados todavía a
su hueso obstinado, mandíbulas tan fuertes como fueron las de
Matusalén. ‘Ac nac arwain ni i profedigaeth…’ (5), musitó, bajando
apenas la lámpara, sólo por si hubiere necesidad del médico…” No
existen en el promiscuo saqueo perpetrado a esta historia una línea, un
verso, un rumor de labios que desmientan la repentina locura de Dafydd
al filo de aquel ocaso siniestro. Por el contrario, algún exótico virus
muy versátil y atroz debe de haberse infiltrado en la materia gris de
quienes, sin conocerse, las pusieron al resguardo de la superstición y
la calumnia del populacho, tan propenso a voltear al que declara verdad,
como que no sobrevive testimonio que no cargue tintas sobre su
desquicio mental, describiéndonos las pesadillas adonde fueron a parar
finalmente sus reumas añosos.
Pero si por la boca de los niños
suele rasgarse el velo de lo que se mantuvo oculto a los sabihondos de
este mundo, habrá que creerle al tímido muchacho del Hogar The Dawn
(6) que, bajo el peso de los insistentes sobornos espirituales del
presbítero, admitió haber visto a Cruim Mac Toole (7), un borroso
hermanito mayor cuyos casi veinte años de paciente custodia merecieron
la Celaduría del pabellón infantil donde una vez fue abandonado, del
otro lado del canal tentando con una rama el cuerpo muerto de una mujer
que flotaba aguas abajo. “Juro que era el vestido floreado de la
señorita Isabella… ese que sabe llevar puesto cuando viene por aquí con
alguna repartija de ropa o huevos frescos… Y él siempre se las arregla
para arrimarse un poco más a la camioneta… Era ella y era Cruim el que
trataba de empujarla hacia el fondo de nuevo… ¿A quién más que a ella
seguirían las ovejas hasta ahí? ¿A quién, si no, el sabueso que ladraba y
ladraba sin consuelo? Giraba, yo la vi, trazando círculos en espiral
con sus cabellos sueltos, abierta como una cruz en el espejo del canal
del este. Y había resplandor de luna llena, y él tenía puesta la máscara
de oso feroz que está usando en los ensayos… Mientras (y yo me acuerdo
muy bien de lo que oigo), en el bosque resonaba el ‘Tan yn Llyn’ (8) y
algún otro ahí cerca que plañía el laúd o algún leño parecido…”. Mac
Toole no pudo demostrar que se hallaba en el Hogar esa mañana tan
temprano, pero tampoco se hallaron signos suyos que lo implicasen ni se
dio con el cadáver. La ausencia fortuita de su presunta víctima corrió a
su favor, ya que Isa, quien nunca quiso enterarse del todo de los
hechos, había permanecido aquella extraña jornada en Gloucester cautiva
de una demanda fiscal por impuestos vencidos. Nadie averiguó cuándo
regresó. Y a qué otro internado de Inglaterra habría sido trasladado el
corajudo testigo jamás se divulgó. Muy pronto el pueblo estaba hablando
de otras cosas. Empero, no faltaron esos lunáticos de Monmouth que
defendieran los chismes de su legendario Geoffrey, amigo de repetir en
autorizado latín lo que le contaban los tenderos en la feria. Una
ceremoniosa expedición de seis o siete atravesó aquella misma madrugada
la frontera a fin de registrar la zona. Vadearon el canal y encargaron, a
espaldas de la policía local, una operación de rastreo; el fracaso los
condujo en secreto a depositar su confianza en una psíquica octogenaria
que no había salido de Evesham durante los últimos nueve años. Exhausta a
causa de visiones aterradoras, Lucile soltó por su garganta el trueno
de su enigmática profecía y cayó en un sopor del que no despertó sino
varias noches después: “¡Es Habren, nuestra olvidada Sabrina, de
regreso…! ¡Es la ninfa clamando por vindicación y memoria…! ¡Espigas de
centeno hablarán por ella…!” (9) La cofradía no abandonó desde
aquella revelación la clandestina esperanza de que en el reino no
tardaran en derrumbarse mentiras sostenidas por siglos de miedo y
necedad. Cruim, sin embargo, absuelto de cualquier sospecha con
fundamento, lejos de distraerse con la infamia capciosa de que Isa
pudiese ser una reaparición de la desgraciada princesa en los albores
del siglo XXI, comenzó a quitarles horas libres al medio franco de sus
lunes para despejar dudas acerca de quién era realmente el viejo Dafydd y
a qué dedicaba su tiempo baldío una vez que guardaba la hoz y el
tractor en el granero viejo al ponerse el sol. Ninguno gozaría de
permiso para leer en la pantalla de su computadora el Diario que recogería su sigilosa tarea semanal, capaz, según sus cálculos, de avalar a la larga una demanda judicial.
Contra cuanto puedan insinuar crónicas más fidedignas, cuyas páginas pasan por alto el fárrago de la mujer ahogada, Isa hubo de escuchar de su abuelo muchas veces una cantilena cargada de advertencias acerca de “el mal nacido de Cruim: sombra con mala leche, muy peligrosa para todos…”.
Infaliblemente, cada cacería traía en el morral del granjero, además de
su pipa y el íntimo saco de piel con sus runas, alguna cuenta pendiente
con el muchacho de mirar marino, barba rojiza y arisca y lengua rápida:
“Su bulto nocturno nos anda merodeando las alambradas y el silo,
haciendo alarde de prójimo, seguro de la amistad de los perros y de tu
consentirle demasiado… No quiero verlo por acá… Sabes que no se olvida
de la parcela de sembradío que le debemos desde el último remate en el
pueblo: es capaz de cualquier desmán para cobrársela… Evítalo cuanto
puedas en tus rondas de caridad… La amada hija de mi hija amada (que
nació con los ojos bien abiertos) no tiene por qué oír lo que saca
rabiosamente afuera ese corazón de tinieblas…”. Isa inclinando hoy
el rostro como para esconder su silencio erizado de preguntas;
arrojándole ayer los cabellos mojados encima de la palangana de losa
donde las lágrimas son agua en el agua; tapándoselo mañana con las manos
que no logran soltarse de la pesadilla. Acaso fantaseando con alguna
mágica grieta invocada en el espacio, algún resquicio hacia el infinito,
la extasiaron en los paneles de la ventana las aspas cansadas del
molino contra el cielo de ópalo difícil de explicar que cruzó la flecha
oscura de un pájaro. Vaya a saber qué intrincadas alucinaciones habrían
provocado en ella de haber rescatado también esta anónima versión de su
historia el rapto de locura de su abuelo. Pero no fue así. Otro
pensamiento germinó en su mente, uno con el poder de reducirla a un
puñado de polvo: no somos sino misteriosas semillas de tiempo, granos
molidos hasta entregarlo todo y entonces retornar a la muerte, más allá
de las hélices grises del humo trepando el vacío desde las fogatas, y
entonces conocer el lugar por primera vez… “Shshshshsh… No hace falta
que grites, abuelo: se te oye, se te oye bien… ¿Irás tú a arreglar en la
ciudad lo de la intimación?” No. Mejor, que ella encarara a los de la oficina de impuestos: no había peor humillación para él que la lástima: “Es
probable que a ti te den una tregua… Si no, habrá que deshacerse de la
avioneta… No lleves mañana tu vestido floreado preferido…”. Con un
nudo en su garganta, Isa se rehúsa a considerar siquiera la venta del
legado del espectro incógnito de su padre, esa melancólica nave sin
piloto que apenas se atrevía a remontar y que parecía tener algo más que
decirle todavía. Por fortuna, gracias a uno de esos ímpetus que suelen
brotarle en el centro de su arcilla, opta por ignorar la carta documento
del oficio y aplazar el trámite en Gloucester. No les tiene miedo ya.
Ella no sospecha que ha elegido no condenar, como lo hiciera su madre,
su hermoso cuerpo aún joven al fondo del canal, flotando aguas abajo sin
dejar rastros, sin haber vuelto jamás, borrada por la niebla de la
justicia espuria y la remota superstición. “Aprovecha el viaje, y
pasa por el audífono que le encargué a Baruch: le haces seña por el
costado de que, tranquilo, que Dafydd había arreglado para el viernes
con su mujer…” Así, aligerado él de su escopeta, de culata contra el
fogón del hogar, el chiflido acatarrado del viejo cabrón raspa el aire
en todas partes, ahí adentro, en la penumbra de la casa sosegada, allá
afuera, bajo la noche del laborioso Orión, donde se ondula el oleaje del
centenar.
(Segundo lunes / 03 – 012 / de madrugada) Yo
me maliciaba que el putisanctus del presbítero andaba olfateándome de
noche. Que no era sólo interrumpirme (“sin querer”) en la ducha. Había
lo otro (siempre lo hay), lo de los ‘agrogramas’ (10) y sus contactos
con esa Lucy – la anciana de Evesham - que les desentraña sus secretos
desde el éter. Ayer, durante el oficio, me desentendí del grupo, subí y,
sin demasiadas pulgas, di con la contraseña de su computadora (me la
imaginaba). Ahí hallé y copié archivos que abundan en recortes de
diarios, fotografías aéreas y esquemas tridimensionales, espejo de los
sueños esos que se precipitan últimamente al alba tatuando mi mente:
espirales que se ovillan sin comienzo ni fin en la pastura, escarabajos
erizados de pronto en el centeno, la pupila de pétalos abiertos, la
música secreta de los astros, … Están aquí y yo no voy a perderles el
rastro. Quiero mi parcela, me la gané y es mía. A despecho de los que
mascullan que no volverán, yo me juego mi dedo más necesario por que no
tardarán en bajar a trazar sus signos cuando la sepan cultivada por mí,
liberada al fin de los pensamientos grises y calenturientos como la
liebre de marzo y la meada fácil del crápula de Ceinach. Esta misma
mañana – no bien me desprenda de los pendejos, sus disfraces y su Mesa
Redonda – me daré una vuelta por allá para tomar impulso. A propósito:
¿cómo no desconfiar del Ojo de los dioses? Alguien (o Algo) alteró
clandestinamente la página del lunes pasado. Yo sólo había apuntado que
Isa arrojó su vestido floreado a las aguas que “lo ha salvado de las
llamas”; pero no recuerdo haber añadido “y yo lo rescaté de la corriente
que lo arrastraba inexorablemente canal abajo…” , Sin embargo, así se
lee ahí ahora, y lo que es aun peor, aquí a mi lado, metida en el cajón
de abajo, está, hecha un bollo, la prenda… A no perder la calma: nadie
pudo verme merodeando la granja esa maldita tarde. Nadie. Mucho trabajo
te queda por delante, Celador de sienes azules (11). Pronto te apodarán
Tig (12) los que hoy te denostan como el Cruim de este pueblo de cagones
redimidos por Cristo.
“Pero todas las cosas buscan, más tarde o más temprano, acabarse, extinguirse con la sencillez de la nube que vino a insinuarnos algo y desapareció por el oeste para siempre, sin percatarse siquiera de su propia existencia, sin hacer ademanes ni hacer ruido…” No hubo quien le extrajese el sentido a esta breve oración de Isa al apoyar su cara en la almohada. Como sellando su intimidad con las estrellas, aquellas que acaso han muerto hace ya mucho pero le conceden, inexplicablemente, una nueva tregua, esta vez no duda en apagar la lámpara, esta vez no le da miedo el silencio, ni el peso quieto e invisible del péndulo del reloj que cae a plomo en la cúbica noche del cuarto. No sabe (ni quiere saber) por qué, pero es así. Quizás porque aventando granos en la era, afilando la hoz u hombreando fardos hasta el espigón, también se aprende que lo que no difiere un ápice de sí mismo jamás tendrá que demostrar el misterio de estar realmente ahí, uno y el universo entero, recordándole a Dios su insípido pasado de abismo y de vacío. Sin embargo, un fugaz presentimiento de aspas y de hélices se le anuda en el estómago. Es el augurio de vértigo, el arcano de su náusea antigua, tan solapada y fatal como el enigma que han escrito las runas desparramadas sobre la alfombra. Su abuelo, que las invocó con la anuencia de los vahos de majuelo en la bañera, no entendió nada, y se entregó al sueño antes de meterse del todo en la cama. Inútil agotar las hemerotecas de Gloucestershire y alrededores, ni navegar por los más recientes códices virtuales: no hay crónica local que dé noticia de lo que Isa sintió al contemplar largamente su cuerpo supino vencido igual que un trapo en el borde del colchón, mitad sobre la sábana blanca donde le respira el ombligo, mitad en la segura oscuridad donde se rinde su animal y siguen creciendo las pezuñas. (13) Nos dejan, sí, entrever que ese ronquido a ella le parece eterno, unido a su propio origen, como si hubiese estado eternamente ahí.
“Pero todas las cosas buscan, más tarde o más temprano, acabarse, extinguirse con la sencillez de la nube que vino a insinuarnos algo y desapareció por el oeste para siempre, sin percatarse siquiera de su propia existencia, sin hacer ademanes ni hacer ruido…” No hubo quien le extrajese el sentido a esta breve oración de Isa al apoyar su cara en la almohada. Como sellando su intimidad con las estrellas, aquellas que acaso han muerto hace ya mucho pero le conceden, inexplicablemente, una nueva tregua, esta vez no duda en apagar la lámpara, esta vez no le da miedo el silencio, ni el peso quieto e invisible del péndulo del reloj que cae a plomo en la cúbica noche del cuarto. No sabe (ni quiere saber) por qué, pero es así. Quizás porque aventando granos en la era, afilando la hoz u hombreando fardos hasta el espigón, también se aprende que lo que no difiere un ápice de sí mismo jamás tendrá que demostrar el misterio de estar realmente ahí, uno y el universo entero, recordándole a Dios su insípido pasado de abismo y de vacío. Sin embargo, un fugaz presentimiento de aspas y de hélices se le anuda en el estómago. Es el augurio de vértigo, el arcano de su náusea antigua, tan solapada y fatal como el enigma que han escrito las runas desparramadas sobre la alfombra. Su abuelo, que las invocó con la anuencia de los vahos de majuelo en la bañera, no entendió nada, y se entregó al sueño antes de meterse del todo en la cama. Inútil agotar las hemerotecas de Gloucestershire y alrededores, ni navegar por los más recientes códices virtuales: no hay crónica local que dé noticia de lo que Isa sintió al contemplar largamente su cuerpo supino vencido igual que un trapo en el borde del colchón, mitad sobre la sábana blanca donde le respira el ombligo, mitad en la segura oscuridad donde se rinde su animal y siguen creciendo las pezuñas. (13) Nos dejan, sí, entrever que ese ronquido a ella le parece eterno, unido a su propio origen, como si hubiese estado eternamente ahí.
-- Así, con el abatimiento de las cenizas en
la última guarida del fuego, se fue quedando dormida. La bóveda
imantada, que hoy ha vuelto a hacer tablas con la noche y el día, sabe
de su pesadilla insufrible, del precipicio sin fondo del que la rescató
el motor repentino de la avioneta exasperada en el hangar. Isa – y solamente ella - lo oyó.
-- ¿La avioneta? ¿Y quién querría robarles la avioneta?
Nadie.
El mismo negro pálpito con el que se despidió el invierno la arrancó de
su helado calambre debajo del edredón. Sus pies reconocieron en la
oscuridad el óvalo terso de las piedras diseminadas en la habitación.
¿Qué estarían diciendo? ¿Qué cifrada advertencia, qué fulgor entusiasta
se perderían quizás para siempre sobre las guardas de la alfombra? Por
si las moscas, no te preguntes para quién fueron arrojadas. El túnel de
una zozobra ajena al engaño del tiempo la condujo hasta la entrada. Como
pronunciando esa única palabra capaz de correr el velo celoso de un
misterio, quitó cerrojo a la puerta de la casa y salió al porche.
Descalza sobre la escarcha, se detuvo en la cerca de madera que atajaba a
los perros y un tumulto de ovejas sueltas. El viento agitaba el portón
abierto del corral. “… Eithr gwared ni rhag drwg…” (14), le
susurró a una ráfaga, y se lanzó fuera de sí rodeando el establo viejo.
Del otro lado la sorprendieron el avión con su hélice en marcha de
trompa al sembradío y el molino moviendo penosamente sus aspas en llamas
(15) contra un cielo de encías de zafiro. Porque apenas comenzaba a
clarear, y de nuevo el bosque de Dean se hacía visible desde la colina. Isa
se dejó caer de rodillas, sujetándose el camisón y las greñas atrapados
en la insólita orgía de los remolinos. La atmósfera olía a gasolina, o a
kerosene, o a los dos. Ella gritaba, histéricamente, reclamando a la
Nada algún gesto sincero. Entonces Cruim se abrió paso igual que un
gusano a través del centeno, y recogió algo del suelo mientras sostenía
en alto un hisopo encendido. No atravesó la alambrada. No hacía falta:
allí la esperó. De cerca, de muy cerca, a ambos les costó ahora
contemplarse serenamente a los ojos, sin estorbar ese instante con dudas
banales, olvidándose uno en el otro como lo hace el fuego en el agua,
el agua en el fuego. La pesada cabeza encubría ya al rebelde veterano
del orfanato local. Así se le hacía más fácil la tarea. Detrás de la
máscara, titilando en la fosa de sus feroces órbitas de oso salvaje,
surgió, sin embargo, aquella mirada inequívoca por la que Isa, la nieta
de Dafydd Ceinach, había aguardado en secreto durante veinte años; el
insomnio inmemorial de las Pléyades que estaban allí otra vez había sido
su insomnio baldío y sin párpados. “¿Por qué? – le dijo, traicionada por el llanto que la quebró- ¿Por qué habrás tardado tanto…?”
Pero Cruim ni siquiera la escuchó (no le habría entendido): algo que no
admitía dilación habitaba su mente. Cuando Isa corrió, corrió, corrió
hacia la avioneta como raptada por un rayo, luchando con su vestido de
dormir, él tocó el pastizal con la antorcha. Una ardiente oruga azul
avanzó hasta la casa por la guía veloz del combustible.
-- ¿No pretenderás que te crean que Isa Ceinach hizo volar la máquina de su padre?
Sí,
así lo hizo. Ni un mero titubeo la detuvo. Antes que pudiese darles la
razón a sus piernas trémulas, a su estómago encogido, trepó por la
cabina y, sin demorarse en por qués ni para qués ni cómos, remontó vuelo
con maña de experta. Cruim vio la curva germinando de la flecha (16)
plateada del avión debajo de los cirros que anunciarán muy pronto al sol
por el oeste. (17) Tranquilo, muy tranquilo, el joven machito de cejas
altivas siguió la estela que iba trazando un anillo encima de la granja.
Abajo, sobre la tierra contundente y plana, las llamas cumplían con su
trabajo. También miró eso, aunque ignoraba lo que había hecho.
Desgraciadamente (confirmarían después), Baruch, el desconfiado judío de
Gloucester, había retenido el audífono hasta que Dafydd consumase la
paga. De ahí que no se percatara del incendio, que pasara de un infierno
a otro. Semilla tardía de su semilla, Cruim nunca habría de tener que
declarar: Isa, que por milagro había logrado escapar, no vio
desde el aire a ningún sospechoso merodeando su propiedad en aquel
horrendo amanecer…
-- ¿Y qué vio entonces?
¡Aaaahhhhhmmm…!
(Perdón por el bostezo: no es que me haya aburrido sino que estoy algo
cansado…) La última runa vio desde la intrépida altura que tantas veces
la había extraviado en el vértigo. Dos, tres, cuatro vueltas alrededor
del sembradío, y ya no pudo negar lo que a sus ojos trasnochados se
imponía tejido en las espigas. A ella no le toca enterarse todavía, pero
de Arcturus (18) llegaron los hermanos mayores autores de este círculo;
fue empujados por una de las mareas galácticas más recientes, de esas
que están aliviando al planeta de unos cuantos miles de experimentos
fallidos. Tú caíste dormido con el pulgar atrapado entre las cuerdas del
laúd, y te perdiste la magnífica danza de las esferas flotantes
trazando el abanico de su cola flamígera y sus alas desplegadas, las
plumas sagradas de su cresta celebrando la carrera del sol. Así abre su
pico allí, donde todo quiere comenzar de nuevo, allende las alambradas
que tramó el viejo Ceinach no muy lejos del río, el Ave Fénix que anida
en la palmera recóndita del medroso corazón de los humanos. (19) Inmersa
en el mismo sueño que transfundió a Sabrina a otra correntada, Isa
sobrevoló el campo cultivado de su heredad: conforme observó atónita el
agrograma, notó que éste cambiaba su aspecto aquí y allá. El más sutil
pensamiento infiltrado en su mente, la más inocente emoción, un
recuerdo insospechado e ínfimo, y el Fénix fue otro Fénix, y ella otra Isa.
Pupila e imagen de ese calidoscopio, atravesó los negros nudos del
humo, estremeciendo el claro del robledal con un falso precipitarse sin
control, para bruscamente ganar altura y remontar el Severn hasta
desaparecer en la distancia…
-- ¿Crees que volverá?
Siempre
estamos volviendo, viejo amigo. Ella jamás se ha ido. Son los granos
del tiempo, la molienda postrera de esta tierra que fenece. ¿Acaso no
regresamos tú y yo, unos tontos duendes que la Blanca Hermandad mima en
los montes a fin de que los sanemos con nuestras canciones de sus
bellotas de plutonio? Llegará el día en que callen los espejos. (…tic – tac…)
Pero por el momento, hay que esperar que el eco de algún eco resuene en
el tímpano del bosque; hay que dejar que alguna crónica aún inédita
imagine algo mejor. A Cruim siendo Tig. Aspas rotas y viento. Marzo y
sus madrigueras tórridas. La liebre que ha burlado al cazador. Un reloj
que se reanima en la oscuridad (… tac-tic-tac…). Y ese otro torpe
enano que cree engañar a alguien entre los árboles, ese que, como yo,
no puede dormir, y espera ilusionado aporreando un tamboril que algún
poeta menor o algún periodista sagaz, le ponga un nombre cualquiera, le
haga contarnos qué runa cayó invertida en la consulta (…tic-tac…), quién salvó al cabrón de Dafydd del incendio.
Gustavo Aritto
Copyright 2009 - Reg. Prop. Intelectual - Rep. Arg.
____________________________
(1) Los Mabinogion, como es fama, son una colección de cuentos galeses medievales fijados en dos manuscritos, el Libro Blanco (ca. 1350) y el Libro Rojo (entre 1482 y 1410). Hasta hoy no se ha esclarecido el significado del término galés mabinogi (que pasa por ser el singular de mabynnogyon). Protomitos de la Europa celto-cristiana y figuras legendarias como la del rey Arturo y Pasifal yacen allí como prototipos.
(2) Cfr. T. S. Eliot, Little Gidding, II: “Ash on an old man’s sleeve / is all the ash the burnt roses leave…” (Ceniza en la manga de un viejo / es toda la ceniza que dejan al arder las rosas…).
(3) Isa
es nombre de runa, símbolo de la quietud, el retiro y el hielo. Es el
invierno espiritual que conlleva el sacrificio del ego y el vaciamiento
interno, el desapego y la renovación que rigen los flujos y reflujos. Su
energía abriga la vida latente y la oculta fertilización. El fraude y
las trampas se asocian al “congelamiento” interior y la inacción.
(4) La antigua lengua celta oriental reconoce el término ceinach como derivado del presunto indoeuropeo kaswos, que con el significado translaticio de “gris” y “envejecido” dio hasu (inglés primitivo) y luego hara (inglés antiguo) / hare (inglés moderno), y también haso (alto alemán antiguo) para referirse a la liebre. Del mismo étimo el latín produjo canus y cascus
(“de cabellos grises / envejecido”). Fue el mismo antiguo tabú en torno
al estigmatizado animal lo que hizo que los gaélicos escoceses la
llamaran maigheach (“que está en el magh [= campo]”).
(5) “Y no nos lleves a caer en tentación…”, en galés del siglo XVI.
(6) “El alba”.
(7) Cruim Mac Toole: forma onomástica imaginaria significando algo así como “gusano – hijo del pueblo” en irlandés.
(8) “Debajo del lago”, canción tradicional galesa.
(9) En su legendaria “crónica” del siglo XII Historia Regum Britanniae (Historia
de los reyes de Bretaña), Parte 2, el monje Geoffrey de Monmouth
describe la “genealogía” del río Severn, cuya denominación en galés es
Habren, nombre que los celtas irlandeses pronunciaron Sabrann y los
romanos copiaron más tarde como Sabrina. Geoffrey relata
sucintamente la desgraciada historia de ese epónimo, siendo su
protagonista la doncella-ninfa Sabrina, hija del rey Locrinus y la
traicionada reina Estrildis. Ambas, madre e hija, murieron ahogadas en
el río por decisión de la princesa Gwendoline, amante de Locrinus.
Dentro de la mitología britona, se la identifica con la pseudo ninfa
Noadu (romanizada Nodens), quien, montada en un caballo de mar, aparecía
desafiando el oleaje típico de la marea creciente del Severn.
(10)
Ya ampliamente conocidos como “crop circles” en inglés (“agrogramas” o
“círculos de las cosechas”), se trata de los famosos diseños
geométrico-sagrados en los campos cultivados de Inglaterra y algunos
otros sitios del mundo. Los primeros dibujos datan del siglo XVII,
cuando se los estigmatizó como demoníacos, aumentando en número y
multiplicando su potencial simbólico a lo largo de los últimos veinte
años. Su autor o autores permanecen en lo incógnito, no resultando
compatibles con un agente humano normal actual la complejidad metafísica
y la perfección formal que suponen. Testimonios vernáculos confirman
que la confección de gran parte de ellos sobre y mediante las espigas de
los sembradíos demandó unos pocos minutos; ha habido, incluso,
avistamientos y registros fílmicos de objetos esféricos y luminosos
involucrados en el proceso. Misteriosos esquemas que responden a
cálculos y aun teoremas matemáticos de inconcebible rigurosidad,
símbolos de extracción egipcia, celta, vikinga o maya, diagramas que
reproducen en escala configuraciones astrales críticas en la bóveda
celeste (del pasado y del porvenir), ejemplos de plástica
figurativo-naturalista, etc., alimentan por igual la imaginación y la
incertidumbre de científicos y ocultistas en torno a sus mensajes
velados, especialmente orientados al cambio drástico que parece
avecinarse en el planeta hacia fines del mitificado año 2012. Se trata
del umbral galáctico de la mayor transformación espiritual y de todo el
orbe social y material desde la desaparición de los atlantes, circa 11.000 a. C, punto medio del “Gran Año” platónico en que el Sol ha barrido la mitad de la eclíptica.
(11)
La imagen “sienes azules” sirve de señal áurica de un “niño
índigo-azul”, generación que –junto con los llamados “niños cristal”- ha
de liderar la ya iniciada Era de Acuario, etapa de la regeneración del
tiempo profetizada por los mayas hacia el año 2012. Sellados por rasgos
peculiares, serán heraldos de una nueva versión de la civilización.
Todos los sistemas (sociales, políticos, económicos, educativos,
religiosos) habrán de ser, según la perspectiva ocultista del nuevo
milenio, radicalmente conmovidos y transformados.
(12) “Tig”: en galés antiguo, aproximadamente “señor de la casa”.
(13)
El motivo del baño mítico, imbuido de la simbología equinoccial (las
mitades blanca y negra delimitadas por el cuerpo dentro y fuera de la
bañera), aparece en uno de los relatos del conjunto medieval galés Mabinogion, el que narra los sucesos del rey Llew Llaw. Una representación homóloga del equinoccio de primavera aparece en la famosa Canción roda del
siglo VI a. C. a través de la urgente golondrina. Por su parte, Esquilo
parece usar la nefasta relación del baño de Teseo en la sección Clitemnestra de su Orestíada para evocar el solsticio, punto crítico presente ya en el propio emblema minoico del Labrys, la doble hacha.
(14) “… Mas líbra(nos) de lo malo…”, en galés del siglo XVI (como en la nota 4, versículo del Padre nuestro).
(15) La runa vikinga Sowellu (o Rigel,
que comparte con la cruz gamada o esvástica un origen solar y benéfico
(con sus “aspas” orientadas, como en su origen, hacia la izquierda).
Runa asociada al fuego, símbolo de la energía vital y de los cambios,
augura la regeneración psicofísica y la autorrealización.
(16) Al igual que más arriba (“la flecha oscura de un pájaro”), la imagen de la runa Keinaz (o Keno),
ya evocada y descripta en la nota 14, reaparece aquí. Asociada al
fuego, y teniendo al Sol y a Marte como planetas regentes, esta suerte
de “antorcha espiritual” encierra la simbología de la apertura y la
expansión de la conciencia y la afectividad creativa, el centro de una
revelación y el augurio de renovación.
(17) El ocaso astronómico
por el Este planetario, así como la desaparición de al menos un segundo
satélite de la Tierra, son dos hechos debidos a la explosión de Maldek,
el entonces quinto planeta del sistema solar, cuyos restos formaron el
actual Cinturón de Asteroides. En tiempos de la Atlántida, el sol salía
por el Oeste y se ponía por el Este, esto en función de existir polos
magnéticos opuestos a los de hoy. Un proceso homólogo está ya en ciernes
en conjunción con el paso del planeta Hercólubus (para la cosmología
ocultista, el Ajenjo mencionado en Apocalipsis, 8: 11).
(18)
Sistema estelar de la Constelación del Boyero a cuya sugestiva
proximidad a la Osa Mayor (o Hélice) se debe el apelativo de “guardián
de la Osa”, siendo que su nombre (como el de la diosa-cazadora Artemisa y
el del legendario rey sajón cuya comunidad inciática tenía prohibida la
caza de ese animal) está enraizado en el étimo ARCT- (= ‘oso’).
El sistema Arcturus es, con el de Antares, el origen presunto de las
civilizaciones de Lemuria y Atlántida respectivamente. (19) La “última
runa” bien puede ser Peorth, con forma de herradura angulada,
asociada al Ave Fénix. Es símbolo iniciático de lo oculto por el
Espíritu, de las fuerzas secretas del cielo que realizan la unificación
del Uno con cada ser. Su dominio sobre el tiempo y sus falacias
garantizan la fertilidad regeneradora de la muerte. El agrograma del Ave
Fénix apareció en un sembradío de Wilts, cerca de Yatesbury
(Inglaterra), en 2009.
La imagen que acompaña este escrito es una
toma aérea del mismo realizada por Steve Alexander y publicada en el
sitio www.temporarytemples.co.uk, con todos los derechos de edición
sobre ella.
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