Extracto del libro:
LA PRUEBA DEL LABERINTO
Conversaciones con Claude Henrirocquet
Mircea Eliade
(Bucarest - Rumania, 1907 - Chicago - EEUU, 1986)
Dos diálogos consecutivos incluidos en
la sección Figuras de lo imaginario
la sección Figuras de lo imaginario
HOMBRES
SAGRADOS
—En su obra ha dedicado una atención especial al yogui, al
chamán, al alquimista... ¿Qué hay de común en estas tres figuras?
—Lo mismo si se trata
de una iniciación ordinaria que si ésta tiene carácter extraordinario, el
argumento es siempre el mismo: una muerte simbólica a la que sigue un
renacimiento, una resurrección. Veamos el caso del yogui: muere al mundo
profano, abandona su familia, cambia de nombre y a veces hasta de lenguaje...
En mi libro sobre el yoga he puesto de relieve la abundancia de términos para
hablar de la muerte y del renacimiento en el vocabulario de los yoguis. Pero
este tema aparece también en la enseñanza de Buda, que, sin embargo, había roto
con muchas tradiciones. Sócrates hablaba de «mayéutica». También Filón utiliza
abundantemente la metáfora del parto para designar el acceso a la vida del
espíritu. Pablo habla de engendrar en la fe.
—En Herreros y alquimistas dice que la alquimia proyecta esta muerte iniciática sobre
la materia.
—El elemento
iniciático de la alquimia es la tortura y la muerte de los metales para
«perfeccionarlos» y transformarlos en oro. La obtención de la piedra filosofal
o del oro coincide con la nueva personalidad del alquimista.
—¿Diríamos que la alquimia se sitúa a medio camino entre la
iniciación arcaica y la iniciación filosófica?
—En cierto sentido...
Pero este elemento iniciático no es el demento constitucional de la alquimia.
Para mí, la alquimia es la ultima etapa de una labor que se inició con la
metalurgia. El «fundidor» transforma el mineral en metal, mientras que el
alquimista sustituye a la naturaleza y al tiempo para obtener la piedra
filosofal y el oro, equivalente de la inmortalidad.
—No ha dedicado al sacerdote ni al profeta la misma atención
que al yogui, al chamán, al alquimista...
—Ya había muchos
estudios, y muy buenos, sobre el sacerdote y el sacerdocio. Preferí dedicar la
atención a lo menos conocido o incluso despreciado, el chamán, por ejemplo, al
que se tenía por un enfermo o incluso por un simple brujo. Por otra parte, para
entender el profetismo me pareció necesario empezar por
el chamanismo.
—¿No se sentirá más atraído por «lo esotérico» que por «lo
exotérico», por la mística más que por la institución, por el arcaísmo más que
por la modernidad?
—Sin duda... Me he
interesado por lo que se llama el lado esotérico de ciertas cosas —los ritos
iniciáticos del chamanismo, del tantrismo y de los «primitivos» en general—
porque en todo ello había algo que resultaba difícil de captar y que no se
encontraba en los libros... En lo que se refiere a lo arcaico, veía que las
sociedades tradicionales, los «primitivos», estaban a punto de desaparecer, en
el lapso de una vida humana, y que los etnólogos y los antropólogos que los
estudiaban no mostraban preocupación alguna por captar la coherencia, la
nobleza y la belleza de sus sistemas mitológicos y sus teologías.
—Más allá de estas razones, más allá del profesor de
historia de las religiones y del autor de muchos trabajos de investigación, me
pregunto si no habrá un Rimbaud rumano: «Desembarcan los blancos... El cañón...
Hay que someterse al bautismo, vestirse... Retorna la sangre pagana...». En
ningún momento le veo resentido. Pero, ¿nunca se ha sublevado? Me pregunto si
su amor a los salvajes no ocultará además una cólera callada contra los
poderosos y los demasiado razonables, contra todos esos pontífices, esos
banqueros, esos estrategas, todos los mercenarios y los benefactores de la
inteligencia mecánica... Trato de imaginármelo cuando tenía veinte años, en
Bucarest. Me imagino a un hermano rumano de Rimbaud en la raíz de ese interés
racional por el chamán, por todos los hechiceros del mundo, por todos esos
hombres del desasimiento y la visión.
—En lo más profundo
de mi ser puede que se dé esa sublevación contra ciertas formas agresivas de la
posesión, del dominio y del poder obtenido con ayuda de la mecánica. Pero lo
que sentía sobre todo en los místicos, en los hombres inspirados, en los
extáticos, era la presencia de las fuentes primordiales de la religión, del
arte, de la metafísica. Siempre he sentido que comprender una de esas
dimensiones ignoradas o incluso despreciadas de la historia del espíritu no
suponía únicamente enriquecer la ciencia, sino además contribuir a regenerar y
fomentar la creatividad del espíritu en nuestro mundo y en nuestra época.
SUEÑO Y
RELIGIÓN
—¿Qué relaciones hay entre sueño y religión?
—El sueño posee
indudablemente unas estructuras mitológicas, pero es algo que se experimenta en
soledad, de forma que el hombre no se encuentra del todo presente en él,
mientras que la experiencia religiosa es de carácter diurno y la relación con
lo sagrado arrastra al ser en su totalidad. Son evidentes las semejanzas entre
el sueño y el mito, pero hay entre ambas cosas una diferencia esencial, la misma
distancia que entre el adulterio y Madame
Bovary, entre una simple experiencia y una creación
del espíritu.
—¿No es el sueño la materia prima de lo religioso? En el
sueño retornan los muertos, se hacen verdaderas las quimeras, aparece un mundo
distinto... ¿No habrá alguna relación entre la diferencia que existe entre el
sueño y la vigilia y la que media entre lo sagrado y lo profano?
—Para mí, lo sagrado
es siempre la revelación de la realidad, el encuentro con lo que nos salva al
dar sentido a nuestra existencia. Si este encuentro y esta revelación se
producen en sueños, no somos conscientes de ello... En cuanto a saber si el
sueño está en el origen de la religión... Se ha dicho, en efecto, que
el animismo era la primera forma de la religión y que la experiencia del sueño
nutría esta creencia. Pero ya no se dice tal cosa. Por mi parte, creo que es la
contemplación del cielo inmenso lo que revela al hombre la trascendencia, lo
sagrado.
—La aparición de lo divino se situaría, entonces, más bien
del lado del hombre despierto que experimenta un asombro, y no del lado del
hombre dormido...
—El hombre dormido
aporta muchas cosas, pero creo que la experiencia fundamental corresponde al
hombre despierto.
—Evidentemente, al preguntarle acerca del sueño y el mito,
estaba pensando en Jung. Me gustaría saber qué deben las obras del uno a las
del otro.
—Siento una gran
admiración por Jung, por el pensador y por el hombre que fue. Le conocí en
1950, con motivo de las «Conferencias Eranos» de Ascona. Después de media hora
de conversación, me parecía que estaba escuchando a un sabio chino o a un viejo
aldeano de Europa oriental, todavía enraizado en la Tierra Madre, pero ya muy
cerca del cielo. Me fascinaba la admirable simpatía de su presencia, su espontaneidad, la erudición
y el humor de su conversación. Por entonces tenía setenta y cinco años. Después
volví a verle casi todos los años, en Ascona o en Zurich; la última vez, un año
antes de su muerte, en 1960. A cada encuentro me sentía profundamente
impresionado por la plenitud, la «sabiduría» me atrevo a decir, de su vida. En
cuanto a su obra, me resulta difícil juzgarla. No la he leído completa y
tampoco tengo experiencia del psicoanálisis, freudiano o jungiano. Jung se
interesaba por el yoga y el chamanismo. Otro de nuestros puntos comunes es el
interés por la alquimia. Ya sabe que aún estaba en el liceo cuando empecé a
interesarme por la alquimia y creo haber escrito un libro sobre la alquimia
india mucho antes de que Jung publicara nada sobre este tema. Sin embargo,
cuando le conocí, ya había escrito Psicología
y alquimia. Nuestros caminos, en resumen, son paralelos.
Para Jung, la alquimia es una imagen o un modelo de la «individuación». Para mí
es lo que le decía hace un momento, a propósito de Herreros y alquimistas. No sé
exactamente lo que debo a Jung. He leído muchos de sus libros, y más en
concreto Psicología de la transferencia. Mantuve
con él largas conversaciones en «Eranos». Jung creía en una especie de unidad
fundamental del inconsciente colectivo, mientras que yo opino que hay también
una unidad fundamental de las experiencias religiosas.
—Al leer su Diario he llegado a pensar que Jung le debe el haber otorgado un
lugar esencial a la imagen del «centro».
—Es posible. En
«Eranos» di una conferencia sobre este tema el año 1950. Es posible, sin
embargo, que fuera a través de uno de sus discípulos, Neumann, como entendió
Jung todo el partido que podía sacarse del «centro» en la cura psicoanalitica.
—Quizá los dos hablaron mucho de arquetipos...
—Pero no en el mismo
sentido... Tuve la mala ocurrencia de poner por subtítulo «Arquetipos y
repeticiones» a El mito del eterno retorno. Había
en ello un peligro de confusión con la terminología de Jung. Para él, los
arquetipos son las estructuras del inconsciente colectivo. Yo empleo ese
término aludiendo a Platón y a san Agustín, y le doy el sentido de «modelo
ejemplar», revelado en el mito y reactualizado en el rito. Mejor hubiera sido
decir «Paradigmas y repetición».
Título original: L' épreuve du laberynthe (París, 1979). Versión castellana de J. Valiente Malla para Ediciones Cristiandad, S. L. Madrid, 1980
M. Eliade
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