19 de abril de 2012

WEKO, TIRANO





                                                         Quizás, Cratilo, sea esto lo que quieres decir: 
                                             que, cuando alguien conoce qué es el nombre 
                                                  (y éste es exactamente como la cosa), conocerá
                                             también la cosa, puesto que es semejante
                                                                       al nombre.”

                                                                                                 Platón, Cratilo, 435 d
  



Había una vez un pueblo que vivía dichoso al abrigo de los cerros verdes del Altiplano. Hombres y mujeres cuyo semblante emulaba las espigas y cuyos ancestros habían ofrendado su sangre en las crónicas mendaces del conquistador. Quien más, quien menos, todos conocían el sagrado beneplácito de la Madre Tierra y no tenían que temer por el porvenir de sus críos. Pero tiempos llegaron grávidos de augurios turbulentos, en que los guardianes de las cuevas celosas del estaño y del oro comenzaron a soplarse cosas en la oreja. Sucedía que unos gringos bajados del norte, avencidados bruscamente en la meseta con la excusa de mercadear el cuero de la alpaca, se estaban ganando poco a poco la lábil voluntad del muy anciano Toribio, cacique sin tacha, probado por igual en la sabia adversidad como en el favor magnánimo del Cielo, elegido desde los orígenes por los Inmortales para guiar a los suyos hasta el final de la gran usurpación. Y aunque nadie había visto a los intrusos merodear el valle, una tonta pelea por un gallo entre dos hermanos sirvió de chispa para excitar la mecha. Lo que empezó a las tantas de la noche aturdido por las habladurías de los gallineros acabó a mediodía en un tumulto de hembras de uñas filosas y machos anudados en el polvo, cuando ninguno recordaba ya cuál cargaba con la deuda y cuál con el rencor. Tomados por sorpresa por los rojos herreros, quienes se precipitaron por la ladera con el cuchillo y el hacha en sus manos, los mansos varones de la tribu imploraron a Toribio que los acaudillara en una rebelión que juzgaron inevitable y, por eso mismo, justa. No bien los rumores de la asonada envenenaron los oídos de los sediciosos, antorchas anónimas incendiaron la choza del gran cacique, quien debió huir en una canoa encapuchado por la madrugada a las entrañas de una isla escondida en el inmenso lago que flanqueaban las últimas cumbres, donde la cordillera condesciende con el llano. Tres águilas harpías, que por momentos parecieron una sola, se extinguieron en el horizonte junto con la embarcación. Allá, encubiertos por bancos de bruma y espejismos de origen incierto, él, su eunuco leal y su magnánima esposa supieron esperar. Otra versión, que supo depravarse en el canto de esos guitarreros de aquí y de allá tan faltos de escrúpulos, niega que se haya sabido de ellos desde entonces. Su primogénito, en cambio, dejó a salvo su honor cayendo malherido en la avanzada de la primera trifulca. La Crónica del Pseudo Toribio, reputada de fidedigna, a pesar de esa dudosa carátula, por un paleógrafo austriaco, un intruso respetado de siempre, que sobrevivió al desastre, sugiere – la verdad sea dicha – que el legítimo heredero del cacicato tranzó clandestinamente con los obreros de Tubal [1], asegurándose un exilio honroso. El precio fue una misteriosa talla en obsidiana, delatora del incógnito Desfiladero de los Dioses, puerta para todos los posibles éxodos de su oprimido pueblo del sur, ahora en guerra fratricida. Tampoco del desertor, según las mismas cantilenas, se volvió a tener noticia.
Entonces, no dando tregua a las gentes enardecidas del tenaz Toribio, la baba rabiosa del “los Metálicos” (como se regodeaban en llamarse los del gremio subterráneo) infundió temor a los corazones proclamando el nombre terrible de WEKO como nuevo soberano absoluto de todos. Y a fin de prevenir cualquier iluso desacato, fueron restaurados en lo alto del cerro principal los muros de piedra del antiguo Templo del Sol, consagrado a los Inmortales por seres de otra parte, y olvidado allá arriba desde épocas más prósperas y menos desdichadas. Así, WEKO fue afianzándose al amparo del oro y el estaño merced a la sangre fría de un ejército de espías y asesinos obedientes. Un exótico asedio de bandos y comunicados promulgados por la Alta Comandancia Sudandina (así quisieron ser reconocidos) echó mano de antiguos símbolos atávicos para hacerse comprensible a los ojos, y de poderosos megáfonos que, desde ágiles avionetas cedidas por “los rubios”, dejaban propagarse en lengua aymará lo que debía ser escuchado con atención. Tras un par de semanas de carteles de neón y cabriolas en las nubes, todo el mundo sabía que nada debía preguntarse, que WEKO, de mirada indescriptible y una voz capaz de derribar una pirca, pronto promulgaría un orden de emergencia, dos o tres leyes urgentes que hasta un niño podría entender y cumplir. “Y yo, WEKO – replicaba el eco espectral de los parlantes voladores-, restaurador de la paz, espero de mis hermanos que sepan volverse niños por un tiempo…”. Muchas lunas enlutadas de cadáveres tiñeron de rojo la tierra. En pocas semanas, el agua de los pozos, infestados de un extraño color, no sirvió para aplacar la sed ni cocinar el choclo de maíz ni la patata. Como en las confusas marismas de una pesadilla, las pezuñas del buitre y el jaguar se disputaron la carne de los inexpertos guerreros de Toribio y los de sus pobres mujeres, que habían sido abandonadas por la vida aferradas por doquier a los pálidos huesitos de sus hijos. Pestes que ningún chamán supo apaciguar fueron a morar como fantasmas en la niebla de los ríos. Las resonancias pavorosas del tirano apagaron drásticamente las esperanzas de libertad. Ni siquiera los pueblos allende las salinas, hechos de un coraje roqueño, y que no podían no llenarse de horror ante las negras columnas de humo que trepaban igual que himnos dedicados al triunfo de WEKO, se atrevieron esta vez a intervenir. En la penumbra de una cueva que mintió la conjura de los sobrevivientes, la desesperación y el hambre decidieron el asalto final por la ladera norte donde se empinaban las espaldas del palacio. Se decía que los guardias del usurpador sin rostro no descuidaban el escamoteo de balsas en el lago; de ahí que acordasen recurrir a falsos pescadores, forasteros que por una moneda de oro los proveyeron de armamento blanco desde el mar. Cómo hubo regresado desde la bruma el venerado cacique nadie jamás lo conoció. Gracias a algunos rastros dejados por la trabajosa leyenda se dedujo que su canoa sin remos, sólo visible por algunos bajo el hechizo de la luna menguante, retornó sola a la isla. Cuando la cosecha y los rebaños dieron señales de ruina, y los fieles a Toribio sintieron declinar sus fuerzas, el terco caudillo escuchó el llanto de los inocentes electrizando el aire en busca de sus madres y llamó a un imprevisto día de calma. En la madrugada de la luna nueva siguiente al solsticio, fusiles y granadas no tocados hasta entonces por sus manos reptaron monte arriba y sitiaron sin mayor esfuerzo los aposentos prohibidos del tirano. Bajo el grávido cielo que imantaba el ancla de las Pléyades, los cuerpos abiertos de los muertos regaron las escalinatas. Unos pocos arrepentidos, espantados por el zumbido inaudito de las balas, los esperaron de rodillas en la cámara secreta después de haber arrojado al foso sus pertrechos. Otros, más aterrorizados aun, fueron hallados mascando hierba en enardecidas discusiones consigo mismos.
“¡Dónde está él! – se recuerda que trató de gritar Toribio, seguro de su fusil en alto, abriéndose paso entre sus valientes con su poncho de resplandor plateado. ¡Que salga a dar la cara y ponga el pecho, si es un hijo digno de nuestra Madre!”
Cuentan que las penetrantes hélices de la pólvora lo hicieron estornudar por primera vez en su vida. Y que lo embroncó más todavía el pasmoso silencio de aquellas lenguas venales. Un tiro al aire fue su ultimátum. Ninguno respondió. Ninguno podía hacerlo. Tampoco el atroz Comandante de aquellos torpes esclavos del desprecio. Porque él, simplemente, no existía (“Viejo y todo, no te tengo miedo, embaucador…”) ni había existido nunca (“… Nada anhelo más que mi pronta muerte… Sólo tu cabeza rodando por estos escalones supremos se parece a esa nostalgia que me gana el corazón cansado…”). Porque WEKO, dos meros impulsos de voz encadenados, era lo único real, WEKO… WEKO… La cadenciosa vibración de un nombre que nadie recordaba haber elegido. KOWÉKOWÉKOWÉ… y nada más. No había hecho falta el hombre para ganar el territorio y someter a su pueblo distraído en supersticiones. Un par de sílabas sin significado alguno habían bastado. Sólo quedaban en pie los emponchados del anciano mayor de la tribu. Se miraron largamente, desapareciendo uno a uno bajo el cono de sombra del eclipse que pasaba inadvertido. Un puñado de tiernos guerreros se arrimó al viejo sin fuerzas que se dejó derribar, entre corcovos, abrazado a un fusil prestado. … KOWÉKOWÉKOWÉ … Triste partió Toribio; sus ojos atrofiados por el glaucoma fueron quizás los únicos que echaron allí de menos al sol. Alguien le oyó susurrar “no…” antes de irse del todo con la verdad: … KOWÉKOWÉKOWÉ… Una impune grieta resonante… WÉKOÉKOÉKOÉK, un agujero entreabierto por aquella horda homicida en uno de los volubles Universos imaginados por su Dios. Ahora (y sólo ahora) que el vacío estaba ahí, en ningún lugar y en todas partes, empezaba lo peor.  



Gustavo Aritto
©2009 / versión final: 2012
/ Registro Nac. Prop. Intelectual - Rep. Argentina


[1] Tubal Caín es el nombre de un personaje de la Biblia, y Tubal (en el idioma asirio es Tabal y en el idioma griego es Tibarenoi) es el de una tribu del Asia Menor. Hijo de Lamec, su función dentro de la enealogía de Caín, junto a su padre, su madre, su madrastra y sus hermanos, es la simbolización del progreso y el avance cultural. Tubal Caín, asociado a sediciosas fuerzas inframundanas, representa el conocimiento secreto de la fundición de metales y la metalurgia.

Imagen de portada: Francis Bacon, Self Portrait (Auntorretrato)

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