... pero me habías rogado en tus últimos garabatos postales que no
volviera al Sanatorio, que ya habías hecho las paces con tu soledad... Yo,
detrás de dos o tres días que me pasaron por alto releyéndolos, arrojé el bollo
de papel en el andén; me quedé dormido en el banco y soñé un tren que me
llevaba rumbo a Arlés... Nadie – que no haya olvidado - me cobró el billete;
también la olvidé si me mostró su cara fugaz el cochero que desde la
estación, junto a otros de camino, nos acercó a Saint-Rémis... Tuve que
zamarrear tu ovillo humano anudado sobre la cama para despertarnos... En una de
las paredes de tu cuarto la humedad fue dejando un extraño graffiti mientras el otoño se desnucaba lentamente en las lomas
doradas, pero no le hicimos caso… Acodados sobre la mesita, un solo vaso vacío
para los dos, tu voz acalambrada se nos rompió adentro igual que un vidrio
antes de hacer comprensible tu silencio sin fondo… “¿No se te ha angostado de pronto el sendero
alguna vez demasiado? … – me preguntamos por fin, descansando en los cipreses que
se despedían de nosotros en la ventana - … ¿No se te ha achicado el mundo
hasta volverse un terroncito de nada en tu puño?...” Y la hoz rojiza de la
luna, suspendida ya encima del villorrio, nos recordó el común vacilar de todas
las cosas; pero la interrumpiste (¿a qué prolongar más la agonía de un secreto
tan tonto?) para decirme que habías abandonado en la tela mi retrato, que era
inútil insistir en terminarlo, que lo humano sería siempre saber desaparecer
sin dejar huellas, desvanecerse frente al espejo justo cuando iba a develar la
verdad… "Vórtices sin
origen... - me dijimos - ruedas de incansable fuego... oleaje del
pensamiento y el deseo, el mar proceloso de tu noche alarmada de cruces y
ronquidos... Ése es tu rostro..." No quisiste dar vuelta el bastidor que
celaba mi imagen contra el ropero. Quizás por eso, por no poder admitirlo, arrojaste de un manotazo el violento vaso contra la pared del graffiti haciéndolo añicos. No
hizo falta explicar. Era momento de parir. Trece veces se haría de nuevo
la luna antes de que abrieras la puerta por la que te fuiste solo. A mi me ha
llevado un tiempo de quién sabe cuántos misteriosos crecientes y menguantes más hacer lo mismo, y nadie, gracias a Dios, se enteró. Yo tampoco di vuelta entonces el trozo de papel donde
vibraban mis versos para ti, estos versos, entorpecidos por tanto furioso sonido y tanta furia atolondrada, que voy a recitarte ahora en aquel pobre balbuceo humano que me postergó la verdad y el universo, no
sea que la nube de luz que nos envuelve a ambos nos devuelva así, sin avisar, a
quienes elegimos ser en la Tierra para apagar las brasas que quedaron
encendidas. Nos esperan allá, hermano Vincent, largos días sin sol y sin
estrellas...
LA RUEDA DE FUEGO
Buscarnos en el pétalo ojeroso y trémulo
de estrellas que murieron solitarias
hace miles de años,
y que nada supieron de ti ni de tus noches,
de mí ni de las mías.
Ser úlcera en las llamas que torturan
ese desasosiego de cipreses
donde el violento sol intenta otro suicidio.
Sentir la hoz
que se afila en el vuelo de los cuervos,
pero aguardar el oro de otra siega
vigilado de lejos por la luna sinuosa…
Ya no se aquietarán las aspas del molino;
el viento sin origen
sabe de nuestra insomne pesadilla.
Somos el grano herido que tritura impune
una rueda de fuego.[1]
Silencio estrangulado,
pasos que embruteció la soledad,
barcas que se recuestan rendidas en la arena,
la sombra derramada en una mesa
de un bar que ya cerró.
Amordazado amor, amordedura,
eso hemos sido,
huérfanos destetados de un tirón…
Pasan los días, pasan, pasan,
y hay que esperar de nuevo hasta mañana.
Las semillas del tiempo recuerdan nuestra muerte.
Dios las cela en su puño,
Dios contempla en nosotros su locura
erizada de cuervos y cipreses,
de anhelo de labios y de lirios,
y añicos de por
qués, cómos y cuándos.
¿Y no habrá nadie
que desde el otro lado del espejo a oscuras
sienta en la sien el frío y el latido,
el orificio y el vacío negro?
¿Tampoco Dios, ahí?
¿Tampoco nadie
en todo aquel inútil infinito
capaz de detener por un momento
el vórtice que sigue y sigue y sigue
abriendo un girasol en nuestra herida,
ni detener tu dedo en el gatillo,
el viento en el estruendo…?
Gustavo Aritto
2008 / 2012
[1]
Tanto la imagen “una rueda de fuego”
como “las semillas del tiempo”, que
aparece más abajo, pertenecen a W. Shakespeare, cuyos escritos van Gogh leyó
con fascinación. Respectivamente,
“a wheel of fire” y “the seeds of time”, que emergen en las
tragedias King Lear (IV, 7) y Macbeth (I, 2). El poema en verso La rueda de fuego fue publicado (y dedicado a V. van Gogh) en el libro La espiral de fuego. Siete palimpsestos del caos, Bs. As., 2008.
Pintura de portada: Noche estrellada, óleo de 1889 que Van Gogh pintó durante su última estancia en el Sanatorio de Saint-Rémis-de-Provence, en Arlés, trece meses antes de causarse la muerte.