C. Fuentes, con Julio Cortázar y Luis Buñuel
"El gran desafío de la novela actual es el de dar los tiempos de la simultaneidad, dejar atrás la muy simple y cómoda linealidad… ¿Por qué la escritura es condenada a la sucesión y le es negada la coexistencia de los tiempos? Un cuadro de Picasso o Goya se percibe simultáneamente, la literatura carece de esa lectura frontal, hay que alterar lo que la página ofrece de manera lineal…"
C. Fuentes, Feria del Libro de Buenos Aires, 2012
El martes 15 de mayo pasado, a los 83 años, falleció en la ciudad de México Carlos Fuentes. Conservo de su lectura un texto que me sigue siendo entrañable: La región más transparente (1958). En mis disipados "años 20s" también penetré con entusiasmo en el cosmos de La muerte de Artemio Cruz, Aura y sus libros de relatos de extracción mítico-fantástica. No transité, en cambio, su teatro ni sus escritos guionísticos. Pero es, creo sentir, el hipersensible torrente de sus ensayos literarios y/o abocados a la hermenéutica de la cultura lo que me acompaña aún, con la misma frescura y vitalidad de la primera vez que me sumergí en muchos de ellos. Me atrevería a afirmar que su lucidez y su capacidad crítica habrán superado con el tiempo incluso los profundos hallazgos de su fértil imaginación. No sé si hoy día estoy en total sintonía con sus presupuestos teóricos y sus modos de establecer desarrollos y cánones en la literatura occidental; tampoco estoy seguro de que su horizonte de postulaciones y verificaciones haya superado el marco general del siglo XX. Sin embargo, aun con la perspectiva de itinerarios mentales divergentes, puedo volver a sus momentos de geniales discernimientos sin temor a traer mis manos vacías. Fuentes ha sido, quizás como lo fue Octavio Paz, un "Mercurio" de la entidad intelectual y humanística latinoamericana. Admiro en él esa apertura interior a los órdenes de lo Otro, su vocación por dejarse comprender y transformar por la versatilidad y la multiplicidad de épocas, discursos, modelos y figuras de la cultura planetaria sin tener miedo de perder la identidad, el destino o el carácter que sintió personales, mexicanos, hispanoamericanos. Su conciencia se expandió debatiéndose entre la sugestión liberadora del mito, el determinismo histórico y una acaso inconclusa exploración de la libertad individual en el seno de la tradición y el condicionamiento social. La generosidad, la imparcialidad y la gratitud fueron su sello humano y artístico. Buenos Aires tuvo el triste privilegio de haber escuchado su pública voz en el mundo por última vez. Fue, como sabemos, en el contexto de la última Feria Internacional del Libro. Dijo allí su optimismo en torno al futuro de la literatura y la lectura. Dijo también que su México parece producir sólo "mediocres" (sic) con vocación de hombres de Estado y presuntos representantes de su pueblo. Nunca mejor lamentado eso que en esta ocasión; ningún lugar más menesteroso de ese impotente planctus político y social (que no es más que un llanto simplemente humano) que la Argentina actual, cuyo pasado le brindó cosas que quiso serena pero sinceramente, y cuya idiosincrasia, como casi siempre con todo, tan justamente caracterizó alguna vez. Echaremos de menos esa voz universalista y plural. La posmodernidad que va cediendo sus estrategias y sus tácticas ya obvias al crisol neocivilizador de Acuario, no produjo, a mi entender, otras capaces de recoger sus ecos, de reformular - a la altura de su estatura intelectual, literaria y ética - sus intuiciones y sus clandestinidades fuera del fácil cañamazo impersonal y anodino de los claustros académicos y las actas de los congresos.
Gustavo Aritto
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Sobre la épica, la tragedia
y la creación de la novela moderna
Extracto del ensayo
“Mariano Azuela: la
Ilíada descalza”
Por Carlos Fuentes
“La
épica fue vista por Hegel como un acto: un acto del hombre que, ambiguamente,
se desprende de la tierra original del mito, de su identificación primaria de
los dioses como actores, para asumir él mismo la acción. Una acción consciente
de sí, advierte Hegel, que perturba la paz de la sustancia, del ser idéntico a
sí: la épica es un accidente, una ruptura de la unidad simple que épicamente se
divide en partes y se abre al mundo pluralista de los poderes naturales y la
fuerzas morales.
La
épica nace cuando los hombres se desplazan y desafían a los dioses: ¿vas a
viajar conmigo a Troya o te vas a quedar cerca de las tumbas en Argos y Tanagra?
La primera victoria de los hombres sobre los dioses es obligarlos a acompañarlo
a Troya, obligarlos a viajar. La épica nace de esta peripecia. El mito –nadie entre nosotros sabrá esto mejor que Juan
Rulfo – permanece junto a las tumbas, en la tierra de los muertos, guardando a
los antepasados, viendo que se queden quietos.
Pero
por su carácter mismo de viaje, de peregrinación, la épica es la forma
literaria del tránsito, el puente entre el mito y la tragedia. Nada existe
aisladamente en las concepciones originales del universo, y Hegel, en la Fenomenología del espíritu, ve en la
épica un acto que es violación de la tierra pacífica – vale decir, de la paz de
los sepulcros -; la épica convierte a la tumba en trinchera, la vivifica con la
sangre de los vivos, y al hacerlo convoca el espíritu de los muertos, que
sienten sed de la vida y que la reciben con autoconciencia de la épica
transmutada en tragedia, conciencia de sí, de la falibilidad y el error
propios, que han vulnerado los valores colectivos de la polis. Para restaurar esos valores, el héroe trágico regresa al
hogar, a la tierra de los muertos, y cierra el círculo en el reencuentro con el
mito del origen: Ulises en Itaca y Orestes en Argos.
El
cristianismo primero y el humanismo individualista y mercantil en seguida
rompieron esta gran rueda de fuego de la antigüedad para sustituirla por un
hilo de oro y excremento: no hay por qué mirar hacia atrás, la salud no está en
el origen sino en el futuro: el porvenir trascendente de la religión o el paraíso
inmanente de la ingeniería secular.
La
novela, en la medida en que es producto histórico de una pérdida - la de la
unidad medieval – y de una ganancia – la del asombro descentrado del humanismo
-, es la primera forma literaria que sucede linearmente a la épica y no
circularmente a través de la tragedia que reintegra la épica al mito.
Sucesión,
sí, pero también rebelión: desde su nacimiento moderno, la novela, como si
intuyese la dolorosa vocación de una ausencia, busca desesperadamente aliarse
de nuevo al mito – de Emily Brontë a Franz Kafka – o a la tragedia – de
Dostoievsky a Faulkner. En cambio, rechaza su parentesco épico, lo convierte –
del Don Quijote de Cervantes al Ulises de Joyce – en objeto de burla.
¿Por
qué? Acaso porque la novela, siendo el resultado de una operación crítica
propia del Renacimiento, que seculariza, relativiza y contradice sus propios
fundamentos críticos, siente primero la necesidad de criticar la forma de la
cual emerge y en la cual se apoya, negándola: la épica caballeresca de la Edad
Media, el romance paladino; y, en seguida, experimenta la nostalgia del mito y
la tragedia pero ahora como nostalgia crítica: hija de la fe en el progreso y
el futuro, la novela siente que su función se degrada si no es capaz de
criticar esa ideología y que, para hacerlo necesita las armas del mito y la
tragedia. Don Quijote busca aquéllas en el fondo de la Cueva de Montesinos;
Dostoievsky éstas en el sedimento de la herencia cesaropapista de la Tercera
Roma, la Santa Rusia; y Kafka, en los sótanos de las fábulas germánicas y
hebreas. Pero Dostoievsky, Kafka, Faulkner y Beckett rompen también la línea de
la sucesión futurizante: los destinos de Iván Karamazov, el agrimensor K, Miss
Rosa Coldfield y Malone no son los de Julián Sorel, David Copperfield o
Rastignac: éstos dependían totalmente de una progresión disparada hacia el
futuro; para aquéllos, en cambio, el destino tiene el rostro de los tiempos
simultáneos: “la forma de todos los tiempos es aquí y ahora”, dijo Thoman Mann
en Jacobo; y Jorge Luis Borges le
devolvió un eco latinoamericano en “El jardín de senderos que se bifurcan”:
“Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de
tiempos divergentes y paralelos”.
Pero
para Ortega la épica posee un solo tiempo, el pasado, y no admite lo actual
como posibilidad poética. El presente de la épica es sólo su actualización en
la repetición: “El tema poético existe previamente de una vez y para siempre;
se trata sólo de actualizarlo en los corazones, de traerlo a plenitud de presencia”,
escribe el filósofo español en las Meditaciones
del Quijote.
[…]
Pues
si en Europa la sucesión privativa de la antigüedad clásica (mito – epopeya –
tragedia) es vencida en la modernidad cresocristiana por la sucesión epopeya –
novela, en el Nuevo Mundo las expectativas exageradas de la Utopía, su
victimización por la Épica y el refugio de aquéllas en un Barroco doloroso,
establece de inmediato dos grandes tradiciones: la crónica que apoya
políticamente la versión épica de los hechos y la lírica que crea otro mundo,
otra historia en la cual todo lo asesinado y sofocado por la historia épica
tenga cabida.”
Tomado de su volumen de ensayos Valiente mundo nuevo.
Épica, utopía y mito en la novela latinoamericana, 1990
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